Me hierve la curiosidad por saber cuántas son las horas diarias de publicidad del gobierno en la televisión abierta. Hay días en que tres o cuatro canales transmiten, no una cadena nacional sino hasta tres cadenas en un mismo canal. El ministro de salud y sus subsecretarios ocupan una cantidad de horas al día mayor al conjunto de las apariciones de los otros poderes del Estado en un mes. Cada aparición de los Ministros de Interior y Hacienda, produce cadenas espontaneas y repeticiones abundantes en todos los horarios. Un carrusel programado de figurines ministeriales los muestra a todos en estrictos turnos publicitarios. El Presidente cuando habla lo hace unas seis veces en el día en cada canal.
Finalmente el virus giró y decidió dedicarse a nosotros. Los contagios se han disparado y han derrumbado las primeras barreras de la soberbia exitista del Gobierno. Las autoridades han optado por hacer caso a los epidemiólogos y a los alcaldes. Maipú ha sido incorporada a las políticas de contención de la epidemia, lo que anuncia la derrota inicial del economismo sanitario. Si habían dejado fuera de las cuarentenas a Maipú era por menosprecio y para castigarla o, tal vez, para darle la gloria de la última batalla. No podemos saberlo.
La cifra de contagios implica que se van a multiplicar los decesos y que los tiempos de duración de la letalidad de la epidemia se van a extender más allá de mayo. Ahora vamos a entender lo que significa el colapso del sistema de salud. Ya no va a bastar con mandar a los enfermos a su casa. Toda la secuencia de la multiplicación de las muertes va a caer sobre los hombros y las mandíbulas agotadas de la autoridad. ¿Qué nos van a decir ahora? ¿Van a seguir jugando a saludarse de codo y a sonreír bajo la máscara?
Tenemos que saber que no es esta autoridad la que va a salvarnos de nada. Ni de la enfermedad ni de la cesantía ni menos de nuestra propia responsabilidad política. Nunca estuvo en las capacidades de un gobierno burlón hacerse cargo de una emergencia de esta envergadura. Ni siquiera supieron qué informes extranjeros copiar para manejarse en esta turbulencia. Son las comunidades, los barrios y las autoridades locales las que deben rescatar los recursos secuestrados por el gobierno central y trabajar coordinadamente para cuidar lo que aun puede ser rescatado del manejo desmedido del Gobierno. La opinión pública debe despertar al Parlamento y detener de una vez la fronda autoritaria.
La colusión mediática
Es necesario recuperar el derecho a la palabra. La libertad de expresión no está garantizada por el derecho a decir algo sino por el derecho a ser escuchado. La exigencia de que esa escucha se transforme en una respuesta pertinente, tiene que ver con la democracia que se ha ido adelgazando, sin que la oposición política parezca echarla de menos. Desde luego la han dejado desvanecerse en nombre de una Fuerza Mayor que lo único que hace es reclamarla con mas urgencia.
Las manipulaciones de la información son evidentes y truculentas para el que quiera observarlas. ¡Pero no las vemos! ¿Dónde están las universidades de investigación de este país? ¿Acaso existen o están condicionadas por el financiamiento selectivo y sesgado de sus investigaciones? Tal vez los académicos dan por sabido lo que sin embargo necesita demostrarse ante la ciudadanía como el escándalo que es.
Me hierve la curiosidad por saber cuántas son las horas diarias de publicidad del gobierno en la televisión abierta. Hay días en que tres o cuatro canales transmiten, no una cadena nacional sino hasta tres cadenas en un mismo canal. El ministro de salud y sus subsecretarios ocupan una cantidad de horas al día mayor al conjunto de las apariciones de los otros poderes del Estado en un mes. Cada aparición de los Ministros de Interior y Hacienda, produce cadenas espontaneas y repeticiones abundantes en todos los horarios. Un carrusel programado de figurines ministeriales los muestra a todos en estrictos turnos publicitarios. El Presidente cuando habla lo hace unas seis veces en el día en cada canal.
En noticiarios de una hora y media, las autoridades de gobierno ocupan al menos la mitad del tiempo. Eso en días sin eventos que destacar. Por cada canal de televisión abierta son entre tres o cuatro horas diarias entregadas a la publicidad del gobierno. Eso debe ser a lo que se refiere Lavín cuando dice que “Gobernar es comunicar”.
El término que corresponde es ‘publicitar’ y no comunicar. La comunicación puede ser privada y sin interés en el espacio común, la publicidad, en cambio, reúne las dos características principales de los mensajes gubernamentales. Van al público y no al oído del vecino. Buscan persuadir y mover a la ciudadanía en una cierta dirección señalada como única posible por el Gobierno. Segundo, obedecen a un sesgo partidario que busca adhesión y respaldo para su obra y sus figuras. La incesante repetición publicitaria busca permanecer en el poder ganándose la confianza y ojalá el entusiasmo de la ciudadanía. Parte de la responsabilidad, tal como la entienden los políticos desde antes de Macchiavello, es perpetuarse en una dinastía de sangre o de afinidades electivas.
La expropiación de la atmósfera cultural
Existen medios críticos (El Mostrador, Clinic, CIPER, El Desconcierto, Interferencia y varios más, que se suman a las redes sociales) que denuncian el monopolio ensordecedor de las comunicaciones públicas y que no parecen influir en la política. Esto se debe a que la política misma ha sido capturada por el amparo autoritario en la Fuerza Mayor.
¿Alguien ha investigado las violaciones legales y constitucionales sucedidas al amparo de la Emergencia? Basta considerar la suspensión explícita del Código del Trabajo en el artículo tercero de la ley de acceso a los fondos de cesantía. Y la expropiación de esos fondos, que a diferencia de los fondos previsionales si son reconocidos como propiedad de los trabajadores y pagados en el momento de jubilar.
La ley de trabajo suspendido
Periodistas honestos e incisivos dan por ciertos los dichos y los montos de gasto social anunciados una y otra vez por el Gobierno. La costumbre de las buenas maneras esconde la complacencia y la falta de interés en indagar o al menos raspar la superficie de las verdades a medias, las omisiones y las distorsiones en los discursos de la autoridad.
La Ley llamada ‘contra la cesantía’, lleva en rigor el nombre de ley que “faculta el acceso a los fondos del seguro de desempleo”. Es de suponer que la oposición en el Congreso impuso un nombre descriptivo, para evitar el nombre publicitario que le da el Gobierno y que repiten los medios. Ni los parlamentarios ni los periodistas se han preocupado de desmontar el carácter publicitario e ideológico de esa ley. El escándalo que se asombra y denuncia que Almacenes Paris se haya acogido a la ley y además haya repartido altas utilidades es, en sí mismo escandaloso. La ley está hecha expresamente para incluir a las grandes empresas sin exigirles ningún requisito de austeridad. Se asumió esa ley sin interrogarse sobre el producto que nos venden. Los medios de comunicación no han mencionado todavía, que los aportes que pudieran realizarse desde el Fondo Solidario estatal, deberán ser devueltos en un plazo máximo de diez años. La ley no dice quién debe devolverlos. ¿La empresa o los trabajadores?
El sueño de los parlamentarios produce monstruos descontrolados
Uno esperaría que los representantes opositores recogieran las denuncias con fuerza pero ellos también están atados en la pintura de una realidad que se impone por la fuerza y los convierte en ‘autoridades’, cómplices de las autoridades con las que comparten la carga del destino de su pueblo. Los equívocos entre ser representantes o ser autoridades han impedido un ajuste de sentido en las funciones que los parlamentarios desempeñan.
Las redes sociales no son suficientes para producir una alerta ciudadana sobre los usos del lenguaje y de los medios de comunicación masivos. Las redes son enfocadas y a la vez dispersas. Pueden coordinar eventos y relacionar comunidades o actuar como opinión pública pero no pueden mover a las instituciones por sí mismas. Es necesario exigir la formación de un canal público de televisión y la reformulación de las exigencias para uso de esa propiedad común que son la ‘señales abiertas de TV’. También es necesario exigir un soporte financiero para los medios independientes.
El virus del conformismo se transmite por el aire
El trabajo de los gobiernos consiste en afirmar que lo que hacen es, ‘lo único que se puede hacer’. Cuando pisamos el terreno de lo único, lo que no tiene más alternativa que el suicidio, entramos de lleno en el lugar de los gobiernos autoritarios moviéndose hacia competencias totalitarias. El integrismo que viene del unánime encogimiento del mundo es peor que el que se sostiene en las armas. ¿Acaso estamos en la trayectoria de encuentro entre ambos? Probablemente no, pero lo que el Gobierno busca es acercarse todo lo que se pueda a ese cruce de las verdades y las fuerzas.
Hay una responsabilidad de los críticos en esta confusión dramática entre lo posible y la nada.
Nuestra crítica ha sido poco contundente y nada persuasiva. Esperamos que las buenas razones morales e históricas caigan por su propio peso pero ellas son ingrávidas. Hemos querido mantener el dialogo abierto y acoger la necesidad de contar con un gobierno eficiente. Le hemos dado más espacio del que requiere la eficiencia. No hemos marcado suficientemente las diferencias entre el combate al virus y las restricciones a la ciudadanía y a la institucionalidad democrática.
En esto ni siquiera hay intencionalidad de parte de los medios. Puede que algunos tomen la obsecuencia como ahorro de recursos y se dejen pautear por comodidad. Lo cierto es que ellos se han adherido al invento de una realidad cuya ficción no se alcanza a develar por falta de equilibrio en los contrastes. La situación es comparable a la dependencia de la prensa respecto a la DINA durante la Dictadura. Reporteros que asistieron a sitios de matanza y que por conveniencia o por lenidad se tragaron y difundieron la especie de las fugas y los falsos enfrentamientos.
Ya es hora de empezar a discutir con consciencia del lenguaje
No existe una batalla de Santiago. Nunca la hubo ni la habrá. Ha habido ocupaciones militares pero no batallas. Santiago nunca se transformará, afortunadamente, en Stalingrado. Por una parte no existen energías suficientes ni en ella, ni fuera de ella, para destruirla calle por calle y desmontar ladrillos tras paneles y fonolas. Santiago no necesita dar testimonio de nada. Necesita moverse, bailar y marchar en las calles que se inventen. La ciudad necesita ser rediseñada para mezclarse.
Las batallas a las que nos invitan no involucran los cuerpos –los niegan- sino que a la lengua como publicidad narcoléptica. El gusto por las consignas es propio de los gobiernos que no encuentran oposición institucional a su autoridad pero perciben una atmósfera popular reticente. La pirueta verbal que convoca a la obediencia y a la fe es propia de gobiernos sin magnetismo y que se juegan por alinear a la población invocando a los demonios, llamando a la disciplina y a la plegaria.
Aquí las batallas son pantallas y no importa si funcionan o no como proposiciones. El gobierno no aspira a movilizar a la población sino a desmovilizarla. Es importante repetirlo porque los parlamentarios se sienten comprometidos en una comunidad de ‘autoridades’ que los obliga a la deferencia entre los poderes y a la opacidad ante la gente.
Anacronismos militares
Presididas por el tronar de los cañones, las batallas son encuentros de matar o morir. Instancias decisivas marcadas por la velocidad y por la muerte. La Batalla, es parte del esfuerzo de reivindicación en el lenguaje y en la cultura de esas instituciones desarraigadas y anacrónicas que son las Fuerzas Armadas. Ya hace años que perdimos de vista la separación entre la policía y las fuerzas de la defensa nacional. El resultado ha sido la tiña policial y la distorsión del sentido y la funcionalidad de las fuerzas de Defensa.
La Batalla contra el virus, convierte a hombres impecablemente armados para una campaña en el desierto, en controladores del tránsito y personal de asistencia sanitaria. Tal como antes han sido aprendices de bomberos, patrullas fronterizas, guarda bosques y ayudantes de rescatistas, estos soldados andan en busca de una guerra publicitaria que les devuelva la dignidad que dejaron botada cuando fungieron como fuerza de ocupación de la Dictadura. Los mismos militares entienden el ridículo en que los pone su pesado disfraz en el momento de detener a alguien para ponerlo a disposición del que maneja el termómetro fulero y que decide sobre los derechos de cada transeúnte.
Batalla de Santiago / por el retorno seguro / a la nueva normalidad /
En todos esos términos y en la frase que van construyendo hay una claudicación ante la muerte y un olvido de la democracia que preferimos ignorar. Como si la evaluación de la cantidad de ventiladores hablara por sí sola y fuera más relevante que el debate sobre nuestra tolerancia a la dictadura.
La salida de la pandemia se va a hacer a tropezones. No sabemos qué se nos va a quedar pegado y que se va a dejar olvidado en los archivos imposibles de las redes sociales. El Gobierno todavía tiene la posibilidad de construir una unidad nacional o de insistir en las prácticas divisorias y militantes de las que no ha sabido desprenderse. Más nos vale prepararnos para las largas jornadas hostiles que vienen con el invierno.
¡Nos veremos en Maipú!
Fuente: El Desconcierto