Topadoras y fuego: las armas del agronegocio
Mientras la mayoría de las actividades se supendieron por el Covid-19 –virus detonado por los estragos a la naturaleza-, en Argentina los motores de las topadoras siguieron encendidos. En cuarentena, el agronegocio destruyó 200 hectáreas por día de monte nativo. Casi la mitad de esas 15 mil hectáreas eran áreas protegidas, como los humedales del Paraná. Los empresarios argumentan que lo hacen para producir alimentos. Pero destruyen la biodiversidad, ingrediente esencial para combatir el hambre.
Los terneros comían el pasto verde selva que crecía frondoso sobre la tierra húmeda. Tenían los morros rosados y los cuerpos gordos y calientes marrones, negros, manchados de blanco. Sus cueros brillaban nuevos y limpios porque el cielo era todo diáfano, como si el aire sobrara y el horizonte hubiera sido siempre así: infinito.
Fue hace 10 años.
En el borde invisible que disuelve la provincia de Chaco con otra, Santiago del Estero. Al norte de Argentina empezaba a imprimirse el holograma que vendemos al mundo cada vez que le vendemos carne.
Lo vi y me pareció bucólico aunque en verdad era monstruoso.
Prosperidad y abundancia dice la imagen que no muestra nada de lo que hay detrás: lo que cuesta armar ese campo; la destrucción, la muerte, el sinsentido que lo alimenta; las topadoras, los incendios, los venenos que en estos días de pandemia continuaron sin pausa arrasando cientos de hectáreas al día en todo el país.
El norte argentino es una mezcla de bosques, montes impenetrables y selvas. El segundo territorio más importante en diversidad de la región, después de la selva amazónica. Un lugar que cuando es salvaje es hermoso, fuerte y aplomado, con un calor que puede sentirse como el mismo infierno y que sin embargo hace posible que exista una red de plantas bajas y otras altísimas; animales como serpientes, armadillos y yaguaretés; ranas, grillos y escorpiones; mariposas y millones de microorganismos. Una complejidad vital que hace el suelo fértil, preserva el clima, contiene plagas como dengue y zika, y virus zonoóticos como el que suena tanto hoy, la Covid-19, mientras resguarda y multiplica un tendal de medicinas y alimentos. Ese territorio tan diverso es el hogar de miles de comunidades indígenas y campesinas con formas de habitar la naturaleza que implican disfrutarla sin colapsarla; comunidades que al desaparecer esa naturaleza quedan viviendo en las periferias urbanas, entre la marginalidad y la indigencia.
Esa información debería alcanzarnos para preservar. Pero no. Desde que el país terminó de estallar su llanura pampeana con el boom de la soja transgénica a mediados del año 2000, Chaco, Formosa, Salta y Santiago del Estero se transformaron en pura tierra de agronegocio: el lugar hacia donde se extendió la frontera agrícola para relocalizar la ganadería y ampliar los monocultivos.
Topadoras y fuego son las armas que usa el agronegocio para devorarse los paisajes originarios y, en su lugar, llenar la tierra de cultivos incomibles y animales cuya carne será vendida para exportación.
Los empresarios rurales toman el lugar. Si hay personas, las expulsan. Encienden las máquinas y empiezan a romper los algarrobos, quebrachos, urundays que luego venden como madera. Y a lo que queda en ese lugar que era un monte, que era un bosque, que era una selva repleta de vidas diversas, cantos y viento, lo incendian. Prenden fuego a las raíces y las ramas pero también a nidos y tapires, a tatús, a insectos que no pueden escapar.
Es un fuego de llamas enormes. Naranjas, rojas, violetas. Un fuego que nadie parece ver tampoco cuando se convierte en un negro espectral que retumba durante días como eco hecho de violencia.
Las vacas pastando apacibles, esas imágenes que aparecen impresas en etiquetas de supermercado, esconden la violencia del fuego y también lo que ocurre después, el paso a paso del agronegocio que muchas personas desconocen.
Los monocultivos transgénicos de soja y maíz que se implantan sobre las cenizas y son regados con venenos, bajo un sol de 50 grados.
Y lo que queda cuando, luego de tres o cuatro campañas de granos la fertilidad se termina: tierra seca y abandonada, cubierta de espinas.
Y las nuevas quemas que se hacen sobre esa misma tierra que parece que ya no da más. Otro incendio, uno más breve, ahora para implantar las pasturas.
La publicidad muestra únicamente lo que se puede vender: los animales pastando dichosos.
Nunca el antes ni el después.
No podría.
Para que nos comamos lo que nos venden, la oferta debe esconder lo que implica la carne de pastura y también los corrales a donde son llevados los terneros cuando la pastura ya no les alcanza. Porque esto también ocurre aquí: se cercan tierras para que los animales del holograma pasen las últimas semanas de sus vidas hacinados mientras son rellenados con la soja y el maíz que viene de campos cercanos, cerrando el círculo perverso.
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En los últimos 30 años, 300 empresarios con nombres como Eduardo Eurnekian, Marcelo Mindlin, Alejandro Carlos Roggio, y Mauricio Macri han acabado con 8 millones de hectáreas de bosques nativos en Argentina, según una denuncia publicada por Greenpeace. Lo hicieron cuando no existía una ley de bosques y las tierras se explotaban al antojo de quién hubiera obtenido su titularidad; y también siguieron haciéndolo después de 2009, con la ley promulgada para preservarlos. Lo hicieron sin pandemia, y estos días lo hicieron aprovechando el encierro de todo el país. Mientras la mayoría de las actividades eran suspendidas para evitar la propagación de la Covid-19 –un virus detonado por los estragos que estamos haciendo en la naturaleza- el agronegocio destruyó por día unas 200 hectáreas de monte nativo que no se recuperarán nunca más. 15 mil hectáreas en total, el 40 por ciento en zonas donde está prohibido deforestar.
-¿Y todo esto para qué?-, pregunta Deolinda Carrizo, desafiante, como lo hacía también hace 10 años, cuando recorrí el norte argentino por primera vez y ella, todavía veinteañera, ya era una referente de la lucha campesina.
-Dicen que para alimentar, ¿no?-, le respondo hoy por teléfono desde mi aislamiento en Buenos Aires.
-El agronegocio se alimenta solo a sí mismo, y acá somos la prueba-, dice.
Acá es Quimilí, una ciudad pequeña y pobre de Santiago del Estero, la provincia con más desnutrición infantil, al norte del país, la región con más inseguridad alimentaria de Argentina. Una localidad ubicada a 30 kilómetros de la comunidad donde Deolinda viviría todavía si no fuera porque le ocurrieron ya demasiadas cosas: la persiguieron por defender su territorio, la amenazaron, le quemaron su casa.
Pampa Pozo se llama el parche de solo 1.100 hectáreas en medio de la devastación, a donde Deolinda va todos los días. Un territorio que 14 familias preservan en un 90 por ciento nativo, mientras destinan 100 hectáreas para huerta sin venenos y animales que organizan en pequeños rebaños. Un paisaje bellísimo donde el monte aun es monte y pueden dedicarse a la agricultura campesina e indígena, a la resistencia cultural, a la defensa de esa biodiversidad y al ejercicio de algo que también está en extinción: la soberanía alimentaria.
Deolinda es directora de comunicación del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI – CLOC La Vía Campesina) e integrante del pueblo indígena Vilela. Tiene 40 años, el pelo negro larguísimo, los rasgos fuertes y la voz muy clara. Desde que era una niña y sus padres luchaban por el derecho a la tierra sabe lo que es la organización social, y eso practica. Sólo en Santiago del Estero, coordinando a las comunidades como Pampa Pozo y a los desplazados en barrios carenciados, el Movimiento Campesino suma 20 mil familias que viven de lo que producen, y comercializan en forma local. Hoy además asisten con guisos y locros diarios a 15 comedores en los que se alimentan 5 mil personas, sobre todo niños y madres solteras. El doble de personas que antes de la pandemia.
Porque Argentina, por fuera de la promesa de prosperidad que sostienen los que sostienen el modelo productivo, es un país donde el 50 por ciento de los niños es pobre y come poco, y donde uno cada 10 es indigente y no tiene qué comer, según los datos relevados por el Observatorio de la Deuda Social de la UCA.
“Campesinas: construyendo otro mundo para nuestros hijos”, dice la camiseta que Deolinda viste en una de sus fotos de lucha. Tiene un gesto encendido, rabioso, con la mano derecha apunta el índice a un público que la imagen no muestra. Con el brazo izquierdo sostiene a un bebé, el menor de sus tres hijos.
Veinte años antes tuvo al primero, luego llegó el que ahora tiene dos, y antes del bebé sufrió una pérdida con ocho meses de gestación. “Hay quien me dice que fue por problemas genéticos y quienes me aseguran que fue por las fumigaciones de los campos que nos rodean”, dice.
-¿Y vos qué creés?
-Que vivimos entre venenos y que eso no le puede hacer bien a nadie. Pero a nadie le importa, si todo puede frenar en el país menos eso: si vieras lo que fueron estas semanas de pandemia.
-¿No hubo cambios?
-Sí: todo fue peor, porque más dueños se sentían de todo. Acá hay empresarios menos garcas y más garcas. Las primeras semanas todos los días veíamos pasar los aviones fumigadores: aprovecharon y fumigaron hasta en zonas prohibidas. Después vinieron las cosechadoras: unas maquinotas ridículas de grandes que lo invadieron todo. Ahora son camiones y camiones y camiones. Algunos llevan soja. Otros, animales. Son camiones de dos pisos, todo para exportación-, dice contando el lado B de una orden oficial que salió al mismo tiempo que la del confinamiento absoluto: en Argentina el agronegocio no podía parar.
Sobre los campesinos, en cambio, se aplicaron otras reglas: “Si nosotros caminamos con una cabra al lado nos corre la policía diciendo que por la pandemia no se puede transitar. Y nos controlan la mercadería como si no estuviéramos haciendo un trabajo imprescindible: dar de comer a los que de otro modo no tendrían qué, empezando por nosotros mismos”.
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El agronegocio produce commodities: granos, aceites, carnes que valen por su precio en el mercado internacional, por los dólares que ingresan al país, por la capacidad que tienen para mantener a flote la ruedita productiva. “El campo ha podido sostener el flujo de exportaciones en un marco de dificultades extremas”, escribió el director de Clarín Rural, Héctor Huego, en una de sus tradicionales editoriales con las que subraya cada semana los logros del sector, mientras lleva adelante una tarea que asumió personalísima: derribar cualquier crítica tildándola de “oscurantista”.
Nota tras nota, Huergo defiende la producción de soja, la ventaja de usar venenos y la aparición de algún nuevo avance biotecnológico. Un vocero que ha encontrado en la pandemia su momento de gloria. “El campo ha pasado de villano a héroe”, escribió en otro relato de tono épico: “Comenzaron a verse máquinas pulverizadoras (fumigadoras) circulando por las ciudades asperjando lavandina o compuestos de similares efectos. Son las mismas que tenían prohibido pulverizar agroquímicos a menos de 500 metros del perímetro del pueblo (…) La cuestión es recuperar el `contrato social` de confianza entre el consumidor y el productor de alimentos, bioenergía y ahora también insumos sanitarios (alcohol en gel)”.
Pero, mientras desde la sala de edición de Clarín se repite que los fumigadores son héroes, el avance de la ganadería en el norte, progreso y el coronavirus, una plaga más, miles de familias viven otra realidad.
-En estos días, aparte de todo el trabajo que tenemos nos tocó guarecernos de las fumigaciones y parar topadoras, dice Deolinda.
-¿Y cómo lo hacen?
-Nos paramos en frente. Les pedimos que nos muestren los permisos. Nunca tienen. Prueban, y si lo logran siguen destruyendo la salud y la naturaleza. A lo sumo les ponen una multa que no les significa nada. Intoxican y desmontan nuestros lugares de vida. Y todo termina desapareciendo por su ambición. También la comida-, dice mientras ve pasar camiones llenos de granos que nadie querría comer, de animales que serán vendidos como carne a precios en euros, tan caros que en sus tierras, donde los crían, nadie podría pagar.
Algo que al agronegocio no le resulta problemático, por el contrario. En sus editoriales de Clarín, Héctor Huergo planteó una solución para los que no tienen dinero para el asado: Protein Plus. Un granulado hecho con la soja que rellena los comederos de los animales encerrados en granjas industriales, reprocesada en una nueva presentación para los humanos pobres. Un comestible ultraprocesado que ya cuenta con recetas -relleno de empanadas y pastel de papa-, diseñadas por la especialista en sustentabilidad del agronegocio y titular de Solidagro, Cecilia Theulé. “Increíble: lo que en la Argentina es una alternativa en la emergencia alimentaria, en el mundo es un producto estrella (…) Tenemos un sustituto a la carne que cotiza en Wall Street”, aplaude Huergo desde Clarín.
La propuesta de alimentar a las personas con soja cultivada para animales viene del año 2002, cuando no había un virus haciendo estallar la matriz del sistema pero el mismo sistema implosionó.
Argentina en esa época, con cosechas récord y un agronegocio que no dejaba de acumular riqueza, tenía una desocupación de un 18 por ciento que coincidía con las estadísticas que marcaban la imposibilidad de acceso a los alimentos.
Tal vez haga falta decirlo: producir comida no es lo mismo que tener dinero para comprarla.
El agronegocio lo sabe, y por eso prepara donaciones de cosas tan diferentes a las que comen los dueños de los campos: granulados de soja y bebidas de soja.
En 2002 se distribuyó tanta soja en los comedores, que los efectos fueron evidentes. Un experimento involuntario: los cuerpos de quienes adoptaron esas dieta se empezaron a deteriorar. La acidez de la bebida carcomió los dientes de miles de personas y las hormonas vegetales que tiene la soja en forma natural provocó menstruaciones precoces en niñas y crecimiento mamario en niños. El asunto fue tan escandaloso que ese mismo año el ministerio de Desarrollo Social tuvo que regular las donaciones: quedaron prohibidas para menores de dos años y restringidas a pocos momentos en menores de cinco. Una política sanitaria que se mantiene vigente pero que nadie podría asegurar se esté cumpliendo al día de hoy.
Argentina es uno de los 10 países del mundo con más deforestación. Cada día sacrificamos miles de hectáreas de diversidad. A comienzos de junio, sin ir más lejos, al desastre del norte los mismos productores sumaron la quema intencional de 250 mil kilómetros cuadrados de naturaleza en otro ecosistema igual de necesario y frágil: los humedales del Delta del Paraná. Irónicamente, eso se hace una y otra vez con el mismo pretexto: sostener al sistema alimentario.
Sin embargo la biodiversidad que se pierde es esencial para combatir al hambre y defender la alimentación adecuada: fresca, sana y rica.
En 2004, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) lo explicó así: cuanta más riqueza, más fertilidad en los suelos, más polinizadores, más regulación del clima, menos necesidad de productos químicos, más posibilidades de vida y trabajo para quienes producen el 70 por ciento de los alimentos del mundo: los agricutores familiares, los campesinos y los indígenas.
En 2014, el entonces relator especial por el derecho a la alimentación adecuada de Naciones Unidas, Olivier de Shutter, fue aún más allá: “En nombre de elevar la producción de alimentos, nos hemos olvidado de preguntar quién se beneficiará de tal crecimiento. Frecuentemente se ha trabajado en contra de la pequeña escala, de la agricultura familiar, pero no deberíamos confundir rentabilidad con productividad. Aunque es menos redituable, la agricultura familiar, de pequeña escala, es más productiva por hectárea que las grandes plantaciones”.
¿Cuál es el antídoto contra el hambre que encontró De Shutter luego de seis años de analizar el problema? Producción a pequeña y mediana escala, con conocimientos tradicionales y sin venenos, preservando los territorios.
“Los campesinos somos los que estamos alimentando al mundo. Y vamos a poder seguir haciéndolo si los empresarios dejan de destruirlo todo”, dice Deolinda Carrizo con la urgencia de quien sabe que no queda mucho tiempo. Según un estudio del Ministerio de Agricultura de la Nación, en Argentina hay casi 10 millones de hectáreas que pertenecen a campesinos e indígenas sobre las que quiere avanzar el agronegocio. Si lo logra, los pocos bosques que nos quedan se transformarán en otra encantadora postal verde que por detrás chorrea sangre, nos envenena, nos hace arder.
Fuente: Revista Anfibia