Por Capucha Informativa
Ante las catastróficas consecuencias del mal manejo de la crisis sanitaria producto del Coronavirus, hoy se debaten entre la clase política dos propuestas para auxiliar económicamente a las clases trabajadoras, principales víctimas de la negligencia sanitaria estatal. Por un lado, está el proyecto de retiro de dinero de los fondos de pensiones, poniendo a disposición de los trabajadores 10% de sus ahorros acumulados para su futura jubilación, por el otro, está el plan económico del ejecutivo que se reduce a facilidades crediticias para “la clase media” inexistente en un país en completa decadencia; por donde se les mire, estos proyectos son insuficientes para abordar la naturaleza sísmica de la crisis económica que padece y seguirá padeciendo la sociedad mientras duren las ramificaciones de la Pandemia y el descalabro global. Sin embargo, detrás de este debate se esconde una contradicción fundamental en el código estructurante del Estado chileno, contradicción inscrita en el proyecto político que ha definido nuestra realidad histórica desde 1980, pues lo que se está debatiendo hoy en el Congreso y los medios de opinión pública apunta, nada más y nada menos, que al derecho de propiedad y los cimientos de la noción de Estado en Chile.
El debate actual tiene una profundidad histórica pues es la primera vez desde la transición que la casta política ha tenido que abordar seriamente los conceptos basales del Estado. Obligados por las circunstancias, se observa que estos protegen más a la propiedad y su integridad institucional que la vida de lxs chilenxs, desnudando fatalmente la carencia de un elemento fundamental, rector de la lucha en la calle durante el octubre popular: la Democracia. Manoseada y utilizada para intereses siniestros, deformada y orientada hacia su negación, la Democracia que nos falta no es pura forma que se elige cada cuatro años (como quisieran los seniles fundadores de la transición y sus hijos progresistas de los Frentes Amplios) sino contenido real, tangible y realizable, Democracia como verdad objetiva de la voluntad popular. Su manifestación es la participación plena del pueblo, cuyo poder no es traspasable a una figura o partido, es de hecho la autodeterminación misma, la manifestación de la verdadera conciencia popular que no grita por el 10%, sino que arde por la totalidad del poder y se asume responsable de su propio destino, sin tener que debatir en un Congreso rancio su dignidad. Democracia como mayoría de edad, gobierno de sí, el pueblo responsable sólo ante él mismo con participación política plena.
Y es que en medio de una pandemia que ha doblegado hasta a las potencias imperiales de Europa y Norteamérica, asolando, además, una economía e institucionalidad que ya hace tiempo coqueteaban con las ruinas y la deslegitimación, lxs trabajadorxs tristemente han hallado que a pesar de las extraordinarias circunstancias históricas actuales, ellxs deben seguir soportando el peso del Estado Neoliberal, el mismo que hace cuarenta años les niega educación y salud, y que en estos momentos protagoniza un grotesco papel televisado, dichoso y cerril, en pro de un miserable porcentaje de Fondos de Pensiones. Pero todo sigue igual, y el peligro a una muerte alienante por la sobrevivencia, sin siquiera una luz al final de esta oscura realidad, se cierne sobre el ciudadano pobre que sigue clamando por Democracia y dignidad, pues contra cualquier tipo de auxilio, la institucionalidad constantemente carga en contra del humano libre, estando tras las cámaras el fantasma dictatorial de la constitución, impidiendo cualquier vulneración de la propiedad privada y la subsidiaridad del Estado, y alejando todo hálito de Democracia real. A través de artículos inscritos en sangre, el máximo legado de Jaime Guzmán opone al pueblo soberano y democrático, las nociones de Soberanía Nacional, Estado Subsidiario y la Propiedad Privada: La Democracia atenta contra aquella Propiedad por la que hombres trasnochados han asesinado y han hecho varar los cadáveres por las playas.
La Democracia que nos falta no es pura forma que se elige cada cuatro años (como quisieran los seniles fundadores de la transición y sus hijos progresistas de los Frentes Amplios) sino contenido real, tangible y realizable, Democracia como verdad objetiva de la voluntad popular.

El llamado a cambiar la constitución durante el estallido social es parte de la demanda ciudadana por Democracia en sus manos. Pero el modelo republicano activó sus defensas llamando a un plebiscito con tintes tecnocráticos, pasando a llevar nuevamente una Asamblea Constituyente soberana, quizás el primer paso para una Democracia emancipatoria. Este proceso pareció ser abortado con la llegada de la pandemia y los esperables boicots y tácticas oscuras de la UDI y sus siervos, sin embargo hoy podríamos estar viendo un primer momento de cambio constitucional implícito, uno que subyace a los reformistas esfuerzos de los partidos defensores de la institucionalidad.
Lo que se ha tendido a olvidar en el debate constituyente actual, es la forma en que los esbirros de la dictadura redactaron su Codex maldito, y la forma en que puede ser destruido. Pues, después del Golpe de Estado de 1973, tomó siete años imponer la constitución que nos maldice hoy, y el mecanismo que utilizaron los abogados del diablo para destruir el antiguo orden democrático puede servirnos para crear uno nuevo. Jaime Guzmán y el grupo de asesores del régimen, ante la clara inconstitucionalidad del poder de la dictadura, optaron por supeditar la Constitución del 1925 a los decretos impuestos en el régimen, anulando su vigencia sin la necesidad de una Constitución completamente nueva. De esta manera, a medida que los tecnócratas neoliberales destruían el Estado Desarrollista chileno para imponer su depredador y extractivista modelo neoliberal, los apóstoles jurídicos del régimen ajustaban la legalidad chilena para acomodarse al nuevo sistema de dominación económica que se nos imponía. Basándose en el jurista nazi Carl Schmitt o escolásticos de la archirreacción como Donoso Cortéz, Jaime Guzmán legitimaría la Soberanía Militar para decidir por el pueblo chileno, despojándolo del más básico derecho de determinar la naturaleza del Estado que rige en el territorio. Combinando la esencia fascista de su pensamiento jurídico con la nueva forma de depredación capitalista del neoliberalismo, el mesías de la derecha en Chile codificó al Estado para mantener la posición dominante de la oligarquía… y triunfó.
A treinta años de la “vuelta a la democracia” es evidente que el modelo es en forma y no en contenido, y que se ha avanzado poco para desmantelar la obscena concentración de poder que se configuró en dictadura. Las formas seudo-democráticas de la transición suavizaron la explotación y dieron una libertad limitada definida desde el consumo, pero hoy se hace evidente que más que avanzar hacia la Democracia, la defensa a la Propiedad Privada ha sido el principal obstáculo para alcanzarla, siendo este elemento el que da forma y esencia al Estado. Hoy la necrófaga naturaleza del Estado y el Capital se nos presenta en la cara, su reproducción choca directamente con la reproducción de la sociedad, y el signo de la propiedad atenta y destruye el signo del pueblo. El mantenimiento de este espectral orden social ya ha cobrado las vidas de miles de chilenxs, vidas que han sido sacrificadas para que el “Orden” y la “Paz Social” se mantengan.
Basándose en el jurista nazi Carl Schmitt o escolásticos de la archirreacción como Donoso Cortéz, Jaime Guzmán legitimaría la Soberanía Militar para decidir por el pueblo chileno, despojándolo del más básico derecho de determinar la naturaleza del Estado que rige en el territorio.
Sin embargo, con este debate sobre cómo responder a una horrorosa realidad, vemos que se abren fisuras en la máquina devoradora. Pues, en este momento constituyente, impulsado desde la voz democrática de millones de chilenos el Estado no puede sino mutar para sobrevivir. Las condiciones insostenibles que enfrenta la sociedad chilena no sólo es una amenaza para todxs quienes viven en el territorio, sino para la reproducción misma del Estado, y en este momento de reestructuración institucional, se abre la posibilidad de prefigurar aquella Constitución que vendrá o que debemos obligar a que venga, soberana y popular. El Estado se resquebraja y el dominio férreo de élite se tambalea, raquítico y dubitativo frente a una crisis que la ha sobrepasado, demostrando su incapacidad, desgobierno e insanidad mental.
La gravedad de la situación y lo cerca que está el debate de los conceptos matrices del orden guzmaniano atemoriza al régimen de Piñera y la derecha en general, por eso es tan importante el debate para los obispos de la religión estatal de la Propiedad, porque saben que en circunstancias de semejante gravedad ellos mismos cambiaron el Estado para su beneficio, porque son estos momentos críticos los que determinan, de alguna u otra manera, las realidades futuras. Impulsado desde las calles, el proceso constituyente fue arrebatado del pueblo, pero quizás los cambios constituyentes que prefiguran las leyes que se fraguan hoy desde el Congreso pueden librarnos del debate jurídico para nosotros comenzar a pensar en el contenido de la democracia que queremos en el futuro.
El Estado se resquebraja y el dominio férreo de élite se tambalea, raquítico y dubitativo frente a una crisis que la ha sobrepasado, demostrando su incapacidad, desgobierno e insanidad mental.
Lejos de idealizar los proyectos de cambio surgidos desde dentro de monstruo estatal y sin renunciar nunca a la lucha por la soberanía popular, hemos de ver pragmáticamente estas fisuras que se abren dentro del Estado y sopesar las prioridades que tendrá el Estallido cuando Chile vuelva a ver la democracia en sus calles. Un resultado infortunado del dilema constitucional durante el Octubre Chileno fue que se le dio un fuerte acento jurídico a lo que era una lucha por la dignidad social y la democracia. Hay que recordar que la lucha no se da por cambiar un pedazo de papel, se da por construir una realidad mejor, a base de poder popular, organización de territorios y la manifestación real de la Democracia, en forma y contenido. Por esto, el cambio constitucional debe ser contemplado a la luz de las necesidades del pueblo y las luchas que se deben librar para poder responder a ellas de manera efectiva. El Partido del Orden (“derecha” e “izquierda”) ya se ha mostrado bastante cómodo situando el debate político en la arena de la Constitución y sus procesos de transformación. Habría que considerar, entonces, de qué manera podemos incomodarlos. No seamos pueriles: los dueños de Chile no soltaran su poder de manera sencilla en un congreso o alguna que otra “cocina política”; tampoco lo harán respetando sus propias reglas. No cometamos los mismo errores del pasado. Guzmán y Pinochet yacen muertos y es imperioso ver su herencia arder.