«En momentos en que miles de familias no han podido despedir a sus seres queridos, resulta violento ver cómo la máxima autoridad del país vuelve a saltarse todos los protocolos». El lunes 22 de junio de 2020 la diputada chilena Claudia Mix, miembro del Frente Amplio (izquierda) no se calmaba. Se hacía eco de las imágenes viralizadas en las redes sociales: se veía al presidente Sebastián Piñera participando en los funerales de su tío Bernardino Piñera, en compañía de su esposa Cecilia Morel y otros invitados, así como de sacerdotes, el exministro Andrés Chadwick, fotógrafos, músicos, sin contar al personal de las pompas fúnebres. No contento con sobrepasar el número de personas autorizado, el jefe del Estado fue más lejos en la ruptura del protocolo sanitario. A pesar de que el antiguo arzobispo de La Serena falleció de covid-19, el presidente pidió poder inclinarse sobre el ataúd abierto para contemplar al muerto, si bien es cierto que el difunto estaba tras un cristal.
Frente a la polémica también transmitida por los medios tradicionales, la subsecretaria de Sanidad Paula Daza se encargó enseguida de activar los contrafuegos afirmando que el protocolo del ministerio de Sanidad se había aplicado estrictamente: «les doy mi palabra al 100 % de que el vidrio del ataúd estaba sellado». Una afirmación ampliamente puesta en duda por los periodistas, lo que obligó al nuevo ministro de Sanidad, Enrique Paris, a dar nuevas explicaciones en las cadenas de TV Chilevisión y CNN, sin conseguir mayor adhesión. Poco después el propio presidente vino a alimentar un poco más la indignación de amplios sectores de la población convocando una rueda de prensa, el lunes siguiente de los funerales, en la que la mayoría de los observadores pensaba que se podría cerrar este desgraciado episodio. Pero Piñera evitó claramente el asunto. Más que excusarse, tras este «enterramiento VIP» optó por criticar duramente al Congreso y particularmente los proyectos de ley que considera «inconstitucionales» y cuya promulgación frena por todos los medios el Ejecutivo (la mayoría presidencial controla la Cámara Baja, pero no el Senado). Ahí subyacían algunos proyectos de ley «urgentes» que estaban en la mira presidencial, como la prohibición de recortar servicios básicos (agua, electricidad) durante la pandemia, incluso en caso de impagos, así como la ampliación de las licencias por maternidad hasta el final del estado de excepción decretado por motivos sanitarios. Leyes reclamadas desde hacía semanas por numerosos actores sociales y finalmente defendidas por los grupos de oposición. El primer mandatario, mientras sermoneaba a los parlamentarios, recordó que «En un Estado de derecho todos debemos aplicar la ley, que es igual para todos», e incluso señaló que «las autoridades estamos aquí para dar ejemplo» ¡Cataplum! Esas declaraciones fueron percibidas como una nueva provocación presidencial, no solo por varios diputados que se quedaron asombrados ante la prensa, sino sobre todo por muchas chilenas y chilenos.
De la «Revolución de octubre» a la pandemia: desigualdades y «precarización de la vida» en el centro de la crisis actual
Desde hace meses el porcentaje de aprobación del presidente está por debajo del 14 % según las encuestas. A finales del año 2019 incluso cayó por debajo del 10 %. Un porcentaje históricamente bajo. En un momento extremadamente difícil para el país, la escandalosa desconexión –y su clara percepción por la población- por una parte entre el Gobierno, las instituciones y los principales partidos y, por otro lado, la mayoría de los ciudadanos y las clases populares, está en el centro de la desconfianza que se ha instalado. Tanto más desde que llegó el coronavirus, como en otras latitudes, ha puesto al descubierto las tensiones, fracturas, desigualdades e injusticias del «modelo chileno».
Después de que el 3 de marzo de 2020 se publicase el primer caso de contagio, la gestión de la pandemia por parte del ministro de Sanidad, Jaime Mañalich, ha sido considerada desastrosa por el personal de Salud y varios organismos especializados. La presidenta del Colegio de Médicos, Izkia Siches, se ha convertido en una figura de primera plana de la política nacional. Ha multiplicado las declaraciones denunciando la ausencia de cuarentena estricta, ha lamentado la falta de incorporación de los profesionales sanitarios a la elaboración de un plan adecuado para frenar el contagio e incluso no ha dejado de señalar las deficiencias de una infraestructura hospitalaria ampliamente privatizada y fuertemente segmentada desde un punto de vista socioeconómico.
Frente al torrente de críticas, el ministro de Salud fue destituido a mediados de junio por Sebastián Piñera. Jaime Mañalich reconoció públicamente de antemano su desconcierto frente a «la magnitud de la pobreza» en algunas zonas de Chile, de la que hasta entonces «no era consciente»… En realidad, el sistema sanitario, presentado por el propio ministro como «uno de los mejores del mundo» (sic), está actualmente totalmente desbordado por la extensión de la pandemia: Se contabilizaban oficialmente, a 16 de julio de 2020, más de 7.100 fallecimientos (algunos especialistas hablan más bien de 9.500) y unas 321.000 personas infectadas. Con una población de alrededor de 18 millones de habitantes, Chile llega así al grupo de cabeza de las naciones en términos de porcentaje de mortalidad por covid-19 en América Latina, junto con Brasil (1).
Hay que decir que el hundimiento de la legitimidad del sistema político chileno viene de lejos. No se circunscribe a la figura presidencial y no podría resumirse en simples «problemas de comunicación». Desde hace más de 10 años, las publicaciones que alertan sobre el «malestar chileno» y la crisis del «modelo neoliberal» del país andino son legión. Sabemos hasta qué punto Chile es uno de los países pioneros de la puesta en marcha del capitalismo neoliberal en el mundo, bajo el impulso de los Chicago Boys durante la dictadura del general Pinochet (2). El país también está presentado, desde los años 80, como campeón de todas las categorías de la “modernidad” en América Latina por esas elites que el historiador Sergio Grez califica hoy de «casta» (económica, política, mediática). En efecto, las encuestas confirman, día tras día, una realidad completamente distinta: una repartición de las rentas entre las más regresivas del continente, un individualismo «competitivo», anómico y generador de numerosos trastornos psicosociales, una arquitectura institucional ampliamente heredada de la dictadura, niveles de endeudamiento de las familias no sostenibles, un gran impacto ecológico de la matriz extractivista, etc. En resumen, el «oasis» del que presumía el presidente Piñera pocos días antes de la explosión social de 2019, era de hecho un auténtico polvorín (3). Esas «fisuras» del neoliberalismo «avanzado» o «maduro», se han vuelto cada vez más grandes en los últimos años (4), permitiendo la inauguración de un ciclo de conflictividad de clases inédito desde la transición posautoritaria de 1990.
A pesar de la amplitud de la represión (civil y militar) y de la dimensión colosal de las violencias policiales (denunciadas por numerosas organizaciones de derechos humanos /5), la rebelión popular arde todavía bajo las cenizas de la pandemia. El virus, ciertamente, ha dado un frenazo, pero muy transitorio en realidad, al estallido: las últimas semanas, las revueltas del hambre, las ollas comunes autogestionadas y las barricadas han recorrido barrios pobres de la capital como La Pintana o El Bosque o ciudades como Valparaíso y Concepción. En múltiples movilizaciones locales, a veces improvisadas, se expresa la desesperación de las familias del “bajo pueblo” que ya no tienen nada que «echar a la olla» porque no pueden ir a trabajar. Existe una rabia social acumulada desde hace varios meses (y años). Mientras la depresión económica no ha hecho más que empezar, las presiones empresariales para dar prioridad a retomar la actividad cueste lo que cueste, la ausencia de un sistema de protección social que podría «asegurar» mínimamente las necesidades básicas, la amplitud del trabajo informal y la elección del Gobierno de transferir sus obligaciones a las «responsabilidades individuales» son otras tantas bombas de relojería. En esta coyuntura, las movilizaciones contra la «precarización de la vida» puestas en marcha por el poderoso movimiento feminista y la Coordinadora 8 de Marzo encuentran eco en amplios sectores de la sociedad. El ejecutivo espera controlar el contagio de aquí al próximo septiembre con el fin de que se pueda celebrar el referéndum del 25 de octubre (ya pospuesto una vez) antes de iniciar el proceso constituyente que podría permitir anunciar, por fin, la vuelta de página de la Constitución de 1980 (muchas personas lo dudan).
Recordemos que la base central de la Carta Magna que rige las instituciones chilenas sigue siendo la promulgada durante el régimen civilo-militar, después de las esperanzas frustradas de la transición a la democracia de 1989-1990. Y aunque desde entonces se ha debatido sobre la necesidad de una asamblea constituyente, sólo la fuerza de las recientes protestas populares ha logrado arrancar al Gobierno y las clases dominantes la promesa de un referéndum, eso cuando gran parte de clase política sigue siendo favorable a la «democracia del consenso» y los pactos desde “arriba”, entre las élites.
Con este futuro ciclo electoral, la estrategia de Piñera es intentar canalizar las críticas de la oposición mientras su mayoría prepara la primera vuelta de las elecciones presidenciales, previstas tras el referéndum, en noviembre de 2021. Se trata más fundamentalmente de buscar una salida institucional que permita «pacificar la calle» y romper la impresionante radicalidad, creatividad y masividad del movimiento social-popular. La derecha, sin embargo, permanece muy dividida sobre cómo abordar este nuevo período y ese es el caso también de la oposición parlamentaria (desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista pasando por el Frente Amplio y el Partido Socialista).
Siguiendo los escritos de Antonio Gramsci (muy utilizados en estos tiempos de incertidumbre global), algunos observadores han podido avanzar que el modelo chileno parece vivir una «crisis de hegemonía», otros han visto un «hundimiento» que habría contaminado todas las esferas sociales (6). Creemos que ese diagnóstico –aunque dotado de argumentos sólidos- es en este momento muy exagerado. Sabemos que el famoso «modelo» chileno tiene todavía muchos recursos, seguidores y capacidad de adaptación. Pero las polarizaciones sociopolíticas están en marcha y la futura «convención constitucional», si tiene lugar, no podrá por sí misma llenar las grandes brechas que se están abriendo. 50 años después de la elección de Salvador Allende y tres decenios después de final de la dictadura Chile está de nuevo en ebullición. Sin embargo, ninguna de las fuerzas políticas actuales parece capaz de liderar un proyecto alternativo claro y coherente. Y ese es uno de los problemas del momento, tanto para el poder gobernante (y sus aliados) como para las clases populares y quienes piden una «democratización posneoliberal» como expresa, desde el pasado mes de octubre, una parte de los manifestantes.
Notas:
(1) Fuente: Colegio de Médicos de Chile (COLMED) y ministerio de Salud.
(2) Manuel Gárate, La revolución capitalista de Chile (1973-2003), Santiago, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2012.
(3) Cf. PNUD, Informe Desarrollo Humano en Chile “Los tiempos de la politización”, Santiago, PNUD, 2015.
(4) Franck Gaudichaud, Las fisuras del neoliberalismo maduro chileno, Buenos Aires, CLACSO, 2015.
(5) Consultar, por ejemplo, el Informe 2009 de Amnistía Internacional.
(6) Sobre la «revolución de octubre» y sus consecuencias se puede leer el dossier de la revista IdeAs: «Le Chili s’est réveillé… et après?» (Coordinador Damien Larrouqué), marzo de 2020.
(7) Alberto Mayol, Big bang. Estallido social 2019. Modelo derrumbado –sociedad rota- política inútil, Santiago, Editorial Catalonia, 2019.
Franck Gaudichaud es profesor de Civilización e Historia Latinoamericana en la Universidad Toulouse Jean Jaurès (FRAMESPA). Especialista en Chile y América Latina Contemporáneos. Entre otros ha publicado Chile 1970-1973: Mil días que estremecieron al mundo (LOM, 2016). Su última obra es un ensayo escrito en colaboración con Massimo Mondonesi y Jeffrey Weber: Los gobiernos progresistas latinoamericanos del siglo XXI. Ensayos de interpretación histórica, UNAM, 2020.
Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
Fuente: COVIDAM