El Coronavirus se ha desatado a lo largo del río Amazonas
A medida que la pandemia asalta Brasil, el virus está cobrando un precio excepcionalmente alto en la región.
El virus arrasó toda la región al igual que las plagas anteriores que han recorrido el río con los colonizadores y las corporaciones.
Se propagó con las piraguas que trasladan a las familias de un pueblo a otro, con las lanchas pesqueras de motores ruidosos, con los ferris que transportan mercancías a lo largo de cientos de kilómetros y van repletos de pasajeros que duermen en hamacas unos junto a otros durante varios días.
El río Amazonas es una fuente de vida fundamental en Sudamérica, una deslumbrante supercarretera que divide el continente. Es la arteria central de una amplia red de afluentes que sustenta a 30 millones de personas en ocho países, al trasladar suministros, gente y productos industriales hasta las regiones forestales más recónditas a las que casi nunca llegan los caminos.
Pero una vez más, como una dolorosa repetición de la historia, también está arrastrando la enfermedad.
A medida que la pandemia arremete contra Brasil, abrumándolo con más de dos millones de contagios y más de 84.000 decesos (el segundo lugar solo después de Estados Unidos), el virus está provocando muchísimos estragos a la región del Amazonas y a las personas que durante generaciones han dependido de su abundancia.
Según un nuevo y amplio estudio de investigadores brasileños que cuantificaron los anticuerpos de la población, en Brasil, las seis ciudades que están más expuestas al coronavirus se encuentran en el río Amazonas.
La epidemia se ha propagado tan rápida y tan extensamente a lo largo del río, que la gente tiene las mismas probabilidades de contraer el virus en las pequeñas y remotas comunidades pesqueras y agrícolas, como Tefé, que en la ciudad de Nueva York, lugar de uno de los peores brotes en el mundo.
“Todo fue muy rápido”, comentó Isabel Delgado, de 34 años, cuyo padre, Felicindo, falleció a causa del virus poco después de enfermarse en la pequeña ciudad de Coari. Había nacido en el río, criado a su familia a sus orillas y se había ganado la vida fabricando muebles de madera en su ribera.
En los últimos cuatro meses, conforme la epidemia se trasladó de Manaos, la ciudad más grande en la Amazonía brasileña, con sus edificios altos y sus fábricas, a aldeas chiquitas del interior que parecían aisladas, el frágil sistema de atención médica se ha sacudido bajo el embate. Los pueblos y las ciudades a lo largo del río tienen una de las mayores tasas de letalidad per cápita del país, a menudo varias veces más que el promedio nacional.
El virus está causando daños especialmente importantes a los pueblos indígenas, que es algo similar a lo que ocurrió en el pasado. Desde el siglo XVI, oleadas de exploradores han surcado el río en busca de oro, tierras y conversos, y, más adelante, caucho, un recurso que ayudó a impulsar la Revolución Industrial que cambió al mundo. Pero estos forasteros trajeron con ellos la violencia y enfermedades como la viruela y el sarampión que causaron la muerte de millones de personas y arrasaron con comunidades enteras.
“Este es un lugar que ha generado mucha riqueza para los demás”, señaló Charles C. Mann, un periodista que ha escrito mucho sobre la historia de América, “y miren lo que le está pasando”.
Según el estudio brasileño, los indígenas han tenido aproximadamente seis veces más probabilidades de contagiarse con el coronavirus que las personas blancas, y están muriendo en las aldeas ribereñas remotas a las que no llega la electricidad.
Incluso en sus mejores épocas, la Amazonía estuvo entre las regiones más desatendidas del país, es un lugar donde la ayuda del gobierno se siente distante o hasta inexistente.
Sin embargo, la capacidad de la región para enfrentarse al virus se ha visto más debilitada bajo el mandato del presidente Jair Bolsonaro, quien ha negado públicamente la existencia de la epidemia al grado de burlarse de ella, pese a que él mismo ha dado positivo por el coronavirus.
El virus ha repuntado como consecuencia de la gestión desorganizada y mediocre de su gobierno y se ha propagado por todo el país. Desde sus primeros días en el poder, Bolsonaro ha dejado en claro que no era su prioridad la atención al bienestar de las comunidades indígenas cuando recortó su aportación financiera, dejó de protegerlas y fomentó la invasión ilegal de su territorio.
La crisis de la Amazonía brasileña comenzó en Manaos, una ciudad de 2,2 millones de habitantes que ha emanado de la selva tropical como una irrupción discordante de cristal y concreto que se estrecha en sus orillas para formar conglomerados de casas de madera asentadas sobre pilotes muy por encima del agua.
Manaos, la capital del estado de Amazonas, es ahora un centro neurálgico industrial, un importante productor de motocicletas, con muchas empresas extranjeras. Está muy bien conectada con el resto del mundo —por su aeropuerto internacional transitan cerca de 250.000 pasajeros al mes— y con gran parte de la región de la Amazonía a través del río.
El primer caso documentado en Manaos, confirmado el 13 de marzo, llegó del Reino Unido. De acuerdo con los funcionarios de salud, el paciente tenía síntomas leves y estuvo en cuarentena en su casa de una de las zonas más ricas de la ciudad.
No obstante, al parecer, el virus pronto estaba por todas partes.
“No teníamos más camas, ni siquiera sillones”, comentó Álvaro Queiroz, de 26 años, acerca de los días en que su hospital público de Manaos estuvo totalmente lleno. “La gente nunca paraba de llegar”.
Gertrude Ferreira Dos Santos vivía en la orilla del este de la ciudad, en un vecindario bordeado por el agua. Ella solía decir que lo que más le gustaba del mundo era viajar por el río en lancha. Decía que se sentía libre cuando la brisa soplaba en su rostro.
Dos Santos, de 54 años, se enfermó en mayo. Unos días después, les dijo a sus hijas que se acercaran a su cama y les hizo prometer que permanecerían juntas. Parece que sabía que estaba a punto de morir.
Eduany, su hija más joven de 22 años, se quedó con ella esa noche. Temprano en la mañana, cuando se levantó para tomar un descanso, su hermana Elen, de 28 años, le suplico que regresara.
Su madre había dejado de respirar. En su desesperación, las hermanas intentaron darle respiración de boca a boca. Dos Santos falleció en sus brazos a las 6:00, cuando amanecía sobre la ciudad.
Las hermanas comenzaron a llorar cuando, más tarde, llegaron unos hombres con trajes de protección blancos para llevarse el cuerpo.
Dos Santos había sido madre soltera. Su vida no siempre había sido fácil, pero ella había conservado la capacidad de asombro, algo que sus hijas admiraban. “Estaba contenta con todo lo que hacía”, comentó Elen.
El certificado de defunción de su madre mencionaba muchas afecciones subyacentes, que incluían problemas respiratorios prolongados. También aludía a insuficiencia respiratoria, un indicador de que la persona ha muerto a causa del coronavirus.
Sin embargo, sus hijas no creían que hubiera sido víctima de la pandemia. Seguramente murió de otras causas, afirmaron. Dios no le hubiera mandado una enfermedad tan terrible.
A lo largo del río, la gente decía lo mismo una y otra vez y se negaba a reconocer un posible contagio, ni siquiera cuando menguaba la salud de sus hermanos y padres. Parece que muchas personas creían que su familia sería rechazada, que un diagnóstico de ese tipo mancharía una vida que había sido decorosa.
Pero, según los médicos, como este estigma hacía que la gente, por miedo, les restara importancia a los síntomas del coronavirus, la pandemia se estaba propagando con rapidez.
De acuerdo con una asociación que representa a los pueblos indígenas del país, desde marzo, al menos 570 indígenas de Brasil han muerto por la enfermedad. La gran mayoría de esos decesos ocurrieron en lugares vinculados con el río.
Más de 18.000 indígenas se han contagiado. Los líderes de las comunidades han informado sobre aldeas enteras confinadas a sus hamacas, con dificultades para salir adelante y alimentar a sus hijos.
El virus había azotado con fuerza de vendaval a Tefé, una ciudad de 60.000 habitantes a casi 650 kilómetros de Manaos por el río.
En el pequeño hospital público, donde los funcionarios al principio planeaban recibir a 12 pacientes, casi 50 abarrotaron la unidad improvisada para COVID-19. Laura Crivellari, de 31 años, la única experta en enfermedades infecciosas del hospital, los recibió e hizo todo lo que pudo con dos respiradores, sin una unidad de terapia intensiva, muchos colegas enfermos y nadie que los sustituyera.
En uno de los peores momentos, ella fue la única doctora de guardia durante dos días que atendía a docenas de pacientes en estado muy grave.
Las muertes constantes llevaron a Crivellari a su límite. Algunos días casi ni siquiera se detenía para comer o tomar agua.
Cuando llegaba a casa, compartía su angustia con su pareja. Comentó que estaba pensando dejar la medicina. “No puedo seguir así”, le dijo.
La pandemia ha sido muy cruel para los trabajadores de la salud de todo el mundo, y ha sido en especial difícil para los médicos y los enfermeros que navegan las largas distancias, los cortes frecuentes de las comunicaciones y la escasez de suministros a lo largo del Amazonas.
Sin la capacitación ni el equipo adecuados, han muerto muchos médicos y enfermeros a lo largo del río. Otros han contagiado a sus familiares.
Crivellari sabía que su ciudad era vulnerable. Para llegar de Manaos a Tefé hay que navegar durante tres días y los ferris generalmente llevan a 150 personas a la vez.
“Teníamos miedo de que una persona infectada contagiara a todas las del barco”, comentó, “y eso es lo que finalmente sucedió”.
Para principios de julio, los fallecimientos diarios en Tefé estaban disminuyendo, y Crivellari empezó a alegrarse por los pacientes que había podido salvar. Ya no piensa abandonar la medicina.
Tefé, en su conjunto, tomó un cauteloso respiro colectivo.
Al menos en ese momento, el virus se había ido a otro lugar del río.
Fuente: Clarin.com