Desde el 18 de octubre de 2019, el proceso político está experimentado un viraje autoritario de aceleración gradual, que se manifiesta en iniciativas y leyes que castigan la participación política informal, fortalecen el actuar represivo e interfieren en la separación de poderes del Estado.
Desde el fin de la dictadura, los estudios críticos sobre el caso chileno evidenciaron que, luego de una transición pactada, el régimen político se caracterizaba por la hegemonía de enclaves autoritarios (siendo el principal la Constitución Política), una débil democratización social y un notorio presidencialismo. El politólogo italiano Leonardo Morlino ha señalado que en el proceso transicional chileno se observaban fuertes condicionantes en el campo normativo y judicial, altas prerrogativas militares y una cultura política pasiva, con actitudes no democráticas de los actores y alienación de la política. En el mismo sentido, politólogos nacionales calificaban a la democracia chilena como “incompleta” (Manuel Antonio Garretón), “semi-soberana” (Carlos Huneeus) y “tutelada” (Felipe Portales).
Si bien estos análisis han identificado los principales problemas de nuestra post-dictadura, es necesario precisar que, desde el 18 de octubre de 2019, el proceso político está experimentado un viraje autoritario de aceleración gradual, que se manifiesta en iniciativas y leyes que castigan la participación política informal, fortalecen el actuar represivo e interfieren en la separación de poderes del Estado.
Desde el Poder Legislativo, con el objetivo de penalizar las acciones de protesta se promulgaron, el 30 de enero de 2020, las denominadas “Ley anti-barricadas” y “Ley anti-saqueo”, mientras que aún en tramitación se encuentra la “Ley anti-encapuchados”, una iniciativa presentada poco antes del estallido social. Todas estas medidas fueron propuestas (o reforzadas) por el gobierno el 7 de noviembre de 2019, anunciando además la creación de “grupos de expertos” para el Ministerio del Interior (con el objetivo de “mejorar” la interposición de causas por desórdenes públicos), el establecimiento de un “grupo especial” de Fiscalía, Carabineros y Policía de Investigaciones y el reforzamiento de la capacidad de los ciudadanos de efectuar denuncias.
Desde el Poder Ejecutivo, el 20 de enero de 2020 se anunció la Ley de Protección de Infraestructura Crítica, que entrega al Presidente de la República la facultad de decretar que las Fuerzas Armadas puedan resguardar instalaciones sanitarias, de energía y telecomunicaciones, servicios de salud y de transportes, cuando estén amenazados ante un “grave peligro”. También la tramitación de la nueva Ley de Inteligencia, la que, de acuerdo al académico Claudio Nash, “equipara el tratamiento de organizaciones sociales, sindicales, estudiantiles y políticas con las de crimen organizado y narcotráfico”. En la misma línea, está el proyecto de ley, presentado el 17 de diciembre de 2019, que modifica el Código Penal y otros cuerpos legales para fortalecer la protección de las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública y de Gendarmería de Chile, que establecería la exención de responsabilidad penal de policías que hicieran uso de sus armas en defensa propia o de terceros.
En la relación entre gobierno y Congreso, destaca la propuesta de Presidencia (del pasado 22 de junio) relativa a la creación de una comisión de ex parlamentarios y “expertos” para revisar el actuar del Legislativo en la presentación de proyectos que, a juicio del Ejecutivo, serían inconstitucionales.
Particularmente relevante, en términos de profundización del autoritarismo, es la reciente agudización de la militarización de la Araucanía. Si bien éste no es un fenómeno nuevo, a partir de junio el gobierno ha resuelto el envío de militares con el objetivo de controlar delitos, en apoyo a las fuerzas policiales.
A pesar de la evidente tendencia autoritaria de estos hechos, en el análisis sobre el Chile post 18 de octubre el cuestionamiento del estándar democrático del gobierno ha estado ausente, siendo una opción rechazada y denostada por diferentes intelectuales y actores políticos. A nuestro juicio, la negativa frente a esta alternativa respondería a la protección casi transversal de los actores del sistema político respecto de dos pilares del proceso transicional chileno: estabilidad política y respeto de los derechos humanos. Lo primero, referido a la imposibilidad de cuestionar el mandato presidencial (especialmente, a la legitimidad creada como resultado de las elecciones), y lo segundo, relativo a la efectividad de la institucionalidad de derechos humanos en materia de prevención y penalización.
Por una parte, llama la atención la defensa de analistas y políticos (con escasas excepciones) del cumplimiento del mandato del presidente Piñera, frente a la evidencia de pérdida de legitimidad y acusaciones de posibles trastornos de salud mental. Por otro lado, si bien las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el estallido social fueron documentadas (los informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch fueron categóricos: violaciones generalizadas y con el objetivo de castigar a los manifestantes), habiendo 1.496 querellas relativas principalmente a tortura por parte del INDH, existe rechazo oficial al reconocimiento del carácter “sistemático” de las mismas.
En este contexto, destacan los planteamientos que, enfatizando en el artículo 2 de la Ley 20.357 (que tipifica los delitos de lesa humanidad), defienden la existencia de violaciones sistemáticas de los derechos humanos y la introducción del concepto de “autoritarismo democrático” referido al aumento de la represión con la anuencia del Congreso. No obstante, de acuerdo a nuestra propuesta, la actual situación se aproxima más bien a las definiciones de “régimen híbrido” (Terry Karl y Philippe Schmitter), como “democraduras”, “dictablandas” o “democracias desconsolidadas”, vale decir, estados en que coexisten normativas y prácticas autoritarias con mínimas reglas procedimentales de tipo democráticas. Definiciones más recientes hablan de “democracias iliberales” (Fareed Zakaria), regímenes en que, mientras las libertades civiles se restringen (mediante leyes y represión hacia los opositores) y decrece la separación de los poderes del Estado, existen garantías de participación electoral.
De acuerdo a lo observado en la experiencia chilena actual, sería observable un fenómeno de “transición continúa” (Morlino), tránsito hacia el autoritarismo por medio de la adaptación de la institucionalidad existente, con aplicación grave, pero selectiva, de la represión. A diferencia del siglo XX, cuando se explicaba que los autoritarismos surgían por crisis o caídas (principalmente, golpes de Estado), actualmente la literatura concuerda en que las democracias se degradan desde dentro, por factores como el ultraliberalismo, el populismo y la xenofobia (Tzvetan Todorov) y el progresivo deterioro del sistema judicial y los medios de comunicación (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt).
Si bien nuestros planteamientos son interrogantes y reflexiones preliminares, pensamos que es necesario debatir sobre los estándares democráticos de Chile, considerando una cifra mundial preocupante: en 2020, por primera vez en casi veinte años, el número de países autoritarios es mayor que el de regímenes democráticos (Proyecto de investigación Variedades de Democracia V-Dem).
En esta ola de decrecimiento democrático, los regímenes autoritarios se caracterizan por permitir escasa participación política, no garantizar el pluralismo mediático, consentir la impunidad y, particularmente, por buscar legitimidad de sus prácticas represivas. Chile parece ir, en “cámara lenta”, en ese camino.
Fuente: El Desconcierto