Hace un par de semanas pusimos en la palestra aquella incompetencia natural al sistema, esa incompetencia inherente ante la catástrofe que ha asolado el país. Esta limitación estructural, de una sociedad ultra liberal abocada completamente al mercado, no podía responder de otra forma que con el sacrificio de miles de chilenos, exhaustos en los pasillos y camas de hospitales abarrotados. Con hambre y sin trabajo, constantemente la calle se ha configurado en el lienzo de las demandas del pueblo, en donde la renuncia del tirano y la redistribución de la riqueza suena más fuerte que nunca. Sin embargo, la prensa ha actuado una y otra vez en tanto escudo de clase, presentándonos, a través de los paladines de la democracia burguesa, la urgencia del “diálogo” y de una “salida política” al descalabro de la pandemia.

Es decir, como si se tratara de una pésima traducción de los gritos de la calle, la realpolitik se esmera por conservar lo inconservable, de atenuar con fórmulas legales la necesidades reales de la gente: todo se debe encauzar por la vía institucional, pese a que morimos a cada segundo. Es todo lo que puede entregar el liberalismo, no puede actuar diferente frente a las grandes catástrofes de la humanidad. Así, la primacía de la tasa de ganancia en momentos históricos en que el ideario liberal ruge triunfante, los pueblos se convierten en carne para la moledora ante las crisis inevitables, fue así en la Primera Guerra Mundial, en la crisis de 1929, en el ascenso del fascismo y en el genocidio de los 40.

Hay que ser claros, el lenguaje con que los medios y las clases políticas tratan la crisis se apega a una concepción técnica del Estado y sus instituciones, mostrando engañosamente un fin altruista por sobre el interés de salvaguardar la integridad estructural del sistema neoliberal. No obstante, presuponiendo una condición democrática ilusoria, los apologistas e ideólogos del Estado tratan la grave crisis política chilena cuidándose de mantener lo más posible un semblante de normalidad, mientras el gobierno gestiona la muerte y el hambre de sus plebeyos. Pero este lenguaje leguleyo ya no sirve para ocultar las maquinaciones pacificantes de la clase política, por mucho que se anuncie en las páginas de la prensa burguesa “el fin del Antiguo Régimen”, lo que se advierte con alarmante claridad es que el Régimen Guzmaniano se está acomodando para la preservación, es decir, a pesar de las promesas de cambio y transformación, los procesos internos de la maquinaria vienen a reestablecer un orden de clase, esta vez con legitimidad democrática a través de acuerdos por la paz y “mínimos comunes”.

Cuando se nos dice que Yasna Provoste fue a hacer “política” a La Moneda, nuestra respuesta es claramente negativa. Que los poderes del Estado se junten a negociar y reconfigurar el diagrama de fuerza al interior de la maquinaria estatal es un asunto meramente administrativo, un proceso de reacomodo para mejorar las gestión del Estado en torno a la opinión pública, pero sin discrepancia alguna en términos de las estructuras que nos rigen y el lenguaje que las define. A los ingenuos que quieren ver un funcionamiento ordenado y democrático de las instituciones en estas juntas palaciegas de la casta política, les recordamos lo que el Estallido Social vino a dejar en claro, la política real la marca la oposición del pueblo a la dominación oligárquica. Los cambios que tanto pregonan aquellos crédulos progresistas, desvirtuando los logros del pueblo, no fueron resultado del “diálogo” o “acuerdos” sino con la violenta interrupción de la gestión policial del Estado contra la sociedad. De ser por acuerdos y diálogos aún estaríamos en transición a la democracia.

Ante una máquina cuyo principio y fin es mantener sometido al pueblo a un régimen de explotación y sumisión, la pretensión de algunos, adictos a los lenguajes mágicos del dominio y de la “democratización del Estado”, es una cruel y oscura fantasía. El cambio desde dentro ya ha probado ser una falacia, ahora sólo nos queda desbaratar la máquina: lo que falta es corroer desde fuera la torre oscura de esta hegemonía.

Esto ya lo proponían hace más de 300 años autores como Vázquez de Menchaca y Juan de Mariana, ambos vivieron en una monarquía que parecía nunca menguar y cuya cota de poder y expansión alcanzaba máximos históricos. Vázquez en 1563 planteó que en ausencia de ayuda externa o divina, los súbditos podían actuar directamente contra el régimen que se ha transfigurado en tiranía, o cuando «el príncipe abusa intolerablemente del supremo poder». Mariana en 1599, afirmó que nunca habría inconveniente en quitar del trono a un tirano, cualquier opinión neutral ante el poder corrompido, termina por defenderlo, ser parte de él. Quien quiera que se apodere violentamente de la soberanía y el consentimiento del pueblo, puede ser despojado de su poder. Aquellos que menosprecien las leyes morales y “desafíen con su arrogancia y su impiedad al propio cielo”, deberán enfrentar la resistencia legítima del pueblo contra la tiranía. De este modo, el interés social, su interacción, antecede a cualquier forma institucional de poder político, por lo que la sociedad puede recuperar sus derechos plenos usurpados por la clase dirigente.

Estas nociones conocidas hace tres siglos nos invitan a reflexionar sobre nuestro presente. En presencia de un gobierno que ha alcanzado altos niveles de totalitarismo, sometiendo a la población al hambre y represión, es legítima aquella demanda popular acerca de la renuncia o destitución de Piñera. Demanda que ha tenido como obstáculo a los otros dos poderes del Estado, quienes temiendo la decadencia total del sistema, se acuartelan en sus acuerdos y salidas políticas. El desplome del gobierno de Piñera marcaría un precedente, no tanto de la inestabilidad, sino de la aparición material de la soberanía popular, devolviendo parte del poder original a la ciudadanía. Sin embargo, las falacias democráticas de progresistas y fascistas, tienden constantemente a alejar al plebeyo de las decisiones a través de un voto. El cambio del Antiguo Régimen no será por un lápiz y un papel, será cuando todo el poder esté en manos del pueblo, y ese camino comienza recién con la salida del tirano.

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