A pesar de los cánticos a la transición que enarbolan concertacionistas y progresistas de buena cuna, en términos de la materialidad, el paso del régimen militar al gobierno civil en la década de 1990, no fue más que una legitimación de la reconfiguración neoliberal de Chile. En este sentido, los acuerdos transicionales supusieron un orden de impunidad para quienes gestaron este autómata genocida, usando a algunos de los más macabros agentes estatales como chivos expiatorios del proyecto de restablecimiento del dominio de la clase dominante. Ahí tenemos a Pinochet como senador vitalicio, un congreso intervenido por agentes elegidos a dedo por la casta militar y la perseverancia de la carta magna escrita por Jaime Guzman.

De esta forma, mantener la legitimidad de las instituciones genera impunidad, y una de sus parteras es la máxima democrática de los consensos. De carácter aparentemente apolítico, la impunidad es más un supuesto judicial que un objeto de disputa, para la realpolitik no se puede dialogar mecanismos de compromiso ante los gobernados, ya que los consensos son una manera de mantener aquella irresponsabilidad estructural: esta es la forma esencial de cómo el Estado pasa por alto los cuestionamientos del pueblo. No habrá verdad ni justicia, esto aún está en la vereda de la utopía.

Y lo que vimos aquel aciago 15 de noviembre de 2019, fue la ratificación, una vez más, de esta forma de hacer política que tanto rédito le ha dado a los encumbrados de La Moneda y el Congreso ¿de que otra forma se explicaría la continuidad del Presidente cuyas omisiones, encubrimientos y actos de lesa humanidad nos tiene al borde del colapso social y económico? La mantención de la legitimidad institucional de la República tuvo por corolario el régimen de impunidad que hoy protege a Piñera, permitiéndole comandar sobre la vida y muerte de la población, así como recolonizar territorios que le son indómitos en el Wallmapu. El argumento de que el 15N fue para salvar al tirano, es secundario a aquel fundamento que actuó para proteger con fusil y consenso la institución de la Presidencia. Si Piñera se ve beneficiado es secundario a la mantención intacta de la institucionalidad.

No es casual que aquellos legitimadores del orden liberal, se hayan reunido un día después de la conmemoración del primer aniversario del homicidio a Catrillanca. Respecto a esto, la política de Estado parece imperecedera, pues los agentes intelectuales del macabro asesinato se mantienen libres, resguardados en las anchos pilares de la democracia chilena. Y el “Acuerdo por la paz” no detuvo las políticas militares hacia el pueblo mapuche, no hizo retroceder la fuerza del régimen, cobrando aún más víctimas en un conflicto que el Estado no duda en agudizar. Aquel 15 de noviembre, la impunidad fue el cheque de cambio que relegitimó, como una máxima republicana de la casta política, la represión de un pueblo soberano. Y mientras la sociedad progresista se embriagaba en el jolgorio de la interculturalidad con Elisa Loncón y el liberal Jaime Bassa, en las proximidades de Carahue ejecutaban con tres tiros mortales al weichafe Pablo Marchant: Aquel día la impunidad se vivió con feminismo, inclusión y paridad.

Pensado desde el prisma de la dualidad entre consenso e impunidad, el proceso de reforma institucional propulsado por los paladines del progresismo resuena con los ecos de la transición. Y como si fuera poco, en la carrera por el sitial de la Moneda compite aquel que ha tomado la posta de la impunidad de las manos de Patricio Alwyn, con gracia imperial y todo, y aquellos que partiparon activamente en el asesinato de miles de chilenos durante la dictadura. Nuevamente, y como mantra de dolor y pena, la justicia nunca llegará.

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