En 2018, el periodista y director de Prensa de El Desconcierto, Sergio Jara Román, publicó el libro «Piñera y los leones de Sanhattan» (Editorial Planeta), una crónica periodística sin precedentes que devela el lado B del sistema financiero chileno, sus miserias y trampas, el auge y caída de algunos de sus protagonistas y la sorprendente impunidad de otros. En el capítulo tres de ese libro se aborda los inicios del sistema de AFP y su maduración, en los 90, una época en la que hacer negocio con los fondos de pensiones, legales e ilegales, era pan de cada día. Gracias a esos fondos, que hoy están en debate en el Congreso por el posible retiro del 10%, emergió la Bolsa de Comercio de Santiago y Sanhattan, el barrio financiero de Chile que hoy aboga por mantener tal cual el sistema. Sin los fondos de pensiones, el capitalismo chileno no se puede explicar ni sustentar. El Desconcierto publica en exclusiva un extracto del libro para conocer mejor el tránsito histórico de los ahorros previsionales.
Para 1996, cuando Juan Bilbao llevaba dos años en Estados Unidos brillando con luz propia y Leonidas Vial extendía su influencia por todo Sanhattan, Juan Andrés Camus y Jorge Errazuriz se habían apropiado del negocio de los fondos de inversión extranjeros y ya manejaban diez de ellos. Pero un año después, en 1997, la economía global comenzaría un rápido proceso de enfriamiento producto de la crisis asiática, que llevaría a los grandes capitales mundiales a restringir sus inversiones en mercados pequeños, desconocidos y poco desarrollados como el chileno. Los negocios de los fondos de inversión extranjeros y las colocaciones de ADRs entraron en su fase terminal. La estrella que alumbraba a Celfin parecía apagarse abruptamente.
“Eduardo Aninat, el ministro de Hacienda de ese entonces, dijo que no pasaría nada. Pero la crisis llegó igual y en 1998 pegó fuerte”, recuerda Camus. “Ahí vino una contracción y un cambio en el mercado de capitales chileno. Nosotros mismos tuvimos que cambiar nuestro enfoque de estar haciendo negocios internacionales y nos transformamos al mercado doméstico”.
Camus y Errázuriz, ya sin Mario Lobo, habían adquirido una experiencia en el manejo de fondos de inversión que pocos tenían por ese entonces en Sanhattan. Ya no podían atraer inversión extranjera para seguir en eso, pero se les ocurrió una idea: levantar fondos nacionales con inversionistas locales. A mediados de los años noventa la nueva generación de empresarios estaba llenándose los bolsillos de dinero. Pero eran pocos. Era un grupo compuesto por nuevos empresarios que habían sido los antiguos gerentes de las empresas ahora privatizadas, como Roberto de Andraca, en CAP; Julio Ponce, en SQM; Eduardo Fernández, en Chilquinta; y José Yuraszek, en Enersis. También había ex ejecutivos del grupo Cruzat y uno que otro inversionista, como las familias Luksic y Angelini, que hicieron negocios con empresas extranjeras aprovechando el capítulo XIX del Banco Central; el que permitía cambiar deuda casi incobrable, o de muy bajo valor, por acciones de empresas chilenas.
Ese grupo de empresarios la estaba pasando bien en los noventa. El gobierno era amigable con sus negocios, nacía una clase media ávida por consumir y, si sus empresas ganaban mucho dinero siempre podían recurrir a las empresas zombis para pagar menos impuestos. Era la década de oro para ellos. Pero, aun así, no representaban la masa crítica suficiente para crear y consolidar el nuevo mercado de fondos de inversión local que Celfin quería. Había que buscar un nuevo tipo de inversionista, uno con espaldas y dinero ocioso. Era el momento de que entraran en escena las AFP, el sistema de ahorro previsional privado que había instaurado la dictadura en 1981 en reemplazo de un viejo y agonizante sistema de reparto.
La crisis de 1982, la misma que acabó con los grandes grupos empresariales de Manuel Cruzat y Javier Vial, tuvo un efecto inesperado en las AFP, instituciones que básicamente toman el 10 por ciento del sueldo de sus cotizantes y lo invierten buscando rentabilizarlo para pagarles, muchos años después, las pensiones.
En ese tiempo, a principios de los ochenta, las AFP tenían las manos bastante atadas. Podían invertir, pero sólo en activos de renta fija a largo plazo, es decir, de baja rentabilidad, lo que, para cualquier gestor de inversiones con algo de ambición, y de esos hay muchos en Sanhattan, equivale a morirse de aburrimiento. Letras hipotecarias y depósitos a largo plazo eran, por ese entonces, la mayor aventura que podía vivir un operador de mesa.
Las inversiones en acciones estaban prohibidas para las AFP en los comienzos de los ochenta. Y en realidad daba lo mismo, pues los volúmenes transados en acciones eran bajos y riesgosos. Era el tiempo de la renta fija, las transacciones de oro y, aunque por breve tiempo, de billetes y cheques de viajero, un mercado en el que se suele decir que debutó y reinó Leonidas Vial en los 28 días hábiles que duró ese tipo de transacciones en 1982.
Juan Andrés Camus, presidente de la Bolsa de Comercio / Agencia Uno
“Desde que entraron en operación en mayo de 1981, las AFP contribuyeron a otorgar gran volumen, profundidad y liquidez al mercado de instrumentos de renta fija. Entre 1981 y 1982 los montos operados en estos valores aumentaron más de 10 veces, y pasaron de un 4,8 a un 21,5 por ciento del movimiento bursátil. Desde entonces las transacciones en valores de renta fija continuarían creciendo, y su participación seguiría elevándose, hasta convertirse a mediados de la década en el sector más importante de la actividad bursátil”, dice un libro que mandó a hacer la bolsa en 1993, para celebrar sus cien años (Couyoumdjian, Millar y Tocornal: 534).
El poder que estaban ejerciendo las AFP en el mercado era tal, que un año después, en 1983, los montos totales transados en renta fija, que se explicaban en gran parte por las inversiones de los fondos de pensiones, habían pasado de 21,5 a un 60,6 por ciento, cifra que comenzaría a bajar a mitad de la década. La intermediación financiera, que no era más que renta fija de corto plazo, llegó ese mismo 1983 a 35,6 por ciento y las transacciones en acciones apenas tocaron el 3,9 por ciento. En otras palabras, el mercado accionario estaba seco, muerto, no había mucho que hacer ahí. Pero en 1985 las cosas comenzarían a cambiar y las acciones, lentamente, iniciarían su largo camino para convertirse en ese émbolo que toda bolsa de valores quiere tener. Y las razones fueron varias.
Para 1985, cuando Camus, Errázuriz y Lobo hacían sus primeras armas en el Grupo Matte, tanto en el Banco Bice como en la flamante nueva corredora Bice Chileconsult, que había sido levantada en sociedad con la poderosa casa Rothschild, la crisis económica que había comenzado tres años antes ya había pasado por su peor momento. Las carteras vencidas de los bancos se estaban de a poco saneando y el capítulo XIX del Banco Central comenzaba a atraer inversionistas extranjeros que con sus operaciones activaban negocios locales. Pero también pasaron dos cosas más. Dos cosas clave.
Primero, comenzaron las privatizaciones de las empresas del Estado. Eran compañías venidas a menos por años de crisis económica cuyas acciones, puestas en circulación por el gobierno, permitieron que entrara una nueva masa de pequeños inversionistas a la bolsa.
Ahora trabajadores y empleados de esas empresas podían acceder a pequeños paquetes de acciones si renunciaban a sus bonos anuales. Muchos de ellos no sabían muy bien qué significaba todo eso, pero lo hicieron igual y con los años venderían a sus antiguos gerentes quienes, mediante los mismos mecanismos, se habían quedado con participaciones más grandes.
Jorge Errázuriz, es socio de Camus en Celfin / Agencia Uno
Esa política de la dictadura fue conocida como capitalismo popular y prometía entregarle parte de las empresas estatales a los trabajadores. Pensada así o no, lo concreto es que terminó dejando como controladores a los antiguos gerentes de esas empresas, quienes, en las décadas siguientes, junto a los corredores de bolsa, se convertirían en los sumos sacerdotes de la economía chilena.
Lo segundo que pasó en 1985 fue que a las AFP se les permitió invertir en acciones, como una forma de apoyar el proceso de privatización. Lo hicieron, aunque con restricciones. No podían, por ejemplo, invertir en empresas en las que una persona tuviera más del 20 por ciento de la propiedad. Además, sólo podían comprometer el 5 por ciento del dinero de sus fondos, que a diciembre de ese año llegaron a 283 mil millones de pesos. Dadas esas reglas, sólo tres empresas cumplían con esas condiciones, por lo que las AFP inauguraron la era de inversión en acciones con un tímido 0,01 por ciento de todos sus fondos, es decir, unos 28 millones de pesos.
El grueso de sus inversiones se mantuvo en ese poco sexy mercado de la renta fija.
“Los primeros efectos relevantes de las AFP en el mercado se produjeron entre 1988 y 1989, cuando nuevas modificaciones legales permitieron la inversión en sociedades más concentradas. En 1988 se amplía el porcentaje de concentración al 50 por ciento y en 1989 se amplían los límites de inversión en acciones de un mismo emisor desde un 5 a un 7 por ciento del fondo o la sociedad emisora”, dice Jaime March, un exfuncionario de la bolsa y actual asesor de empresas, en un estudio que hizo sobre la materia en 1992 (March: 5).
Los cambios repercutieron en 1991. Ese año las AFP ya contaban con 3,7 billones de pesos bajo administración y podían invertir en las acciones de 49 sociedades anónimas. Así, una década después de que José Piñera, el hermano de Sebastián, creara las AFP, el sistema previsional ya había sufrido reformas que relajaron su política de inversión y permitieron que acumulara una caja considerable. Era, por sí solo, el mayor inversionista con el que un trader podía contar y el sueño de los operadores de mesa que se habían pasado toda la década anterior aburriéndose en el mercado de renta fija. Esos operadores ahora estaban listos para comprar acciones, venderlas y comprarlas de nuevo, como si todo fuera parte de la ruleta de un gran casino de juegos. La adrenalina de la bolsa, del timbeo diario, podía olerse en el ambiente. Había una larga lista de empresas a disposición y las AFP aprovecharían esa nueva política para invertir compulsivamente en acciones.
En 1994, con 8,9 billones de pesos acumulados en los fondos de las AFP, sus operadores de mesa invirtieron el 32,07 por ciento en acciones que se transaban en la bolsa, algo así como 2,8 billones de pesos, marcando el punto más álgido, en términos porcentuales, de las apuestas de las AFP en acciones hasta esa fecha. Los tímidos 28 millones de pesos de 1985 habían pasado, en menos de una década, a billones de pesos.
Esa era una fortuna que ningún empresario, viejo o nuevo, se atrevía a apostar en bolsa por entonces. Era también todo un bálsamo para el mercado de valores que veía en las AFP al gran inversionista que siempre había esperado y, en el fondo, el que corredoras como Celfin necesitaban. Con ese gran caudal de dinero ocioso, las AFP ya estaban listas para transformarse en el motor aceitado que Sanhattan requería para los nuevos tiempos.
Aunque algunos, como Camus y Errázuriz, algo olfateaban, la excitación por la plata fácil proveniente de las AFP era tal en los noventa que pocos pudieron ver lo que estaba por pasar. Ambos se creían los campeones del mundo y se habían transformado, quizás sin darse cuenta, en la odiosa caricatura de yuppie que miraba para abajo a sus competidores.
Para 1997 se les había acabado el negocio de los fondos de inversión extranjeros y de colocación y arbitraje de ADRs. La crisis asiática comenzaba a tener sus primeros efectos, por lo que decidieron seguir haciendo lo mismo, pero ahora con fondos locales. Ahí fue cuando se encontraron con las AFP y sus poco preparados operadores de mesa que, con las manos llenas de dinero, no sabían en qué ni cómo invertir.
“Empezamos a levantar plata de las AFP para administrarla nosotros. Así fue como comenzó el dinamismo de los fondos de inversión locales con plata de los fondos de pensiones”, recuerda Camus, sentado en una gran sala de reuniones de BTG Chile, en el centro de Sanhattan. “Las AFP confiaron en nosotros porque algo de credibilidad teníamos, ya que contábamos con la experiencia de administrar 10 fondos extranjeros con un track record razonable”.
Los fondos de inversión locales que administraba Celfin no eran más que, como lo dice su nombre, fondos que reunían plata de varias inversionistas, entre ellos las AFP. Con esa plata invertían en acciones chilenas, lo que les dio experiencia y el volumen necesario para dar el salto y entrar directamente al negocio del corretaje de acciones.
Así, en 1997 se compraron la corredora Gardeweg y García y pasaron a llamarse Celfin Gardeweg. Debutaron ese año en el puesto número 15 del ránking de corredores de bolsa, pero Camus se ufana diciendo que en sólo tres años la convirtieron en la primera corredora del país en montos transados. Es una afirmación temeraria, pues datos de la Superintendencia de Valores y Seguros de la época muestran que Celfin Gardeweg era, en realidad, la tercera corredora en montos transados en acciones en 2000, pero la número 30, de 39 que operaban, en la intermediación de todos los valores que mueve la bolsa, es decir, renta variable, fija, monedas y fondos de inversión, entre otros.
Gardeweg y García, en todo caso, no era una corredora cualquiera. En abril de 1989 había sido multada en 800 UF por la SVS debido a que Pablo Branchi Branchi, uno de sus corredores de Valparaíso, se había pasado los últimos 5 años recibiendo órdenes de compra de clientes que terminaba anotando, en algunas ocasiones, a su propio nombre en los talonarios que enviaba a la matriz en Santiago. Así, Branchi cobraba por la intermediación y luego vendía las acciones que estaban a su nombre.
En octubre de 1996, poco antes que Celfin la comprara, Gardeweg y García recibió otra multa. Esta vez sería por 120 UF, un monto menor pese a la gravedad del hecho.
Un año antes, el 5 de julio de 1995, Fernando Moncada Melet y Alejandro Reyes Miguel, gerente general y encargado de inversiones, respectivamente, de AFP Protección (en 1998 pasó a manos de AFP Provida), llamaron por teléfono a Maximiliano Vial, un desconocido trader de Gardeweg y García, y le pidieron que intermediara en la compra de 100 mil acciones para cada uno del Security Holdings S.A.
Eran unos 70 millones de pesos que ponían para comprar un pedacito de ese grupo económico que ya había sido estudiado en detalle, precisamente, por un analista de AFP Protección. El mismo 5 de julio, Moncada también le dijo a Vial que comprara casi 2 millones de acciones del Security para la AFP, en 677 millones de pesos, operación que había nacido tras la recomendación del analista y que fue visada por el comité de inversiones.
Comprar acciones del Security, entonces, se había vuelto una apuesta atractiva y segura para los fondos de pensiones, por lo que acompañar esa operación con plata propia no parecía mala idea.
Los corredores sabían, y lo saben aún, que cuando una AFP desembolsa grandes cifras de dinero para comprar una acción, esa acción sube de precio. Por lo que adelantarse, aunque sea un segundo, a la compra de la AFP, valorizará la compra antes hecha por ese trader. Pero para adelantarse a la AFP hay que contar con información y ocuparla. A aquello se le denomina información privilegiada y es un delito, pues supone una ventaja indebida.
Lo que hicieron los operadores de AFP Protección, en el fondo, fue fun running, que es como le llaman en Sahattan al adelantarse a la compra de una AFP, aunque sea en un segundo. Por esos años, en Sanhattan, el fun running era una práctica común entre traders.
Las tres operaciones de compra se concretaron ese 5 de julio a las 11.49 en órdenes sucesivas y fueron calificadas por la SVS como uso de información privilegiada, en el caso de los ejecutivos de la AFP. Ellos debían abstenerse de ocupar la información de la administradora de fondos de pensiones, tanto por conocerla previamente en el comité de inversiones como por los cargos que ostentaban.
A Gardeweg y García se le multó por no dejar constancia de las ordenes especiales impartidas por los ejecutivos de la AFP y por no indicar en las fichas de la operación la relación entre Moncada y la corredora. En el fondo, Como Gardeweg no dejó registros debidamente establecidos, los dos ejecutivos de la AFP pasaban por cualquier tipo de cliente.
Ese fue, quizás, uno de los primeros casos relativamente públicos en el que se advirtió y sancionó el uso de información privilegiada con los fondos de pensiones de por medio. Lo curioso de aquello es que no mucho tiempo después, Fernando Moncada, Alejandro Reyes y Maximiliano Vial, terminarían trabajando en Celfin. Los últimos dos, incluso, como socios de Camus y Errázuriz. Recientemente crearon su propia administradora de fondos y corredora de bolsa: Toesca.
Como sea, cuando Camus y Errázuriz compraron Gardeweg y García y crearon su propia corredora de bolsa, allá por 1997, comenzaron a romper con todos los esquemas y los acuerdos de caballeros que había hasta ese entonces en el club de amigos que era la Bolsa de Comercio de Santiago, cuyo líder era Leonidas Vial, el principal competidor de Celfin.
Portada libro “Piñera y los leones de Sanhattan”.
* Este texto forma parte del tercer capítulo del libro Piñera y los leones de Sahattan, del periodista Sergio Jara Román.