Por Capucha Informativa
La plaza ha sido uno de los espacios fundamentales de la revuelta, sirviendo de escenario para varias de las subversiones desde Octubre, principalmente aquellos destronamientos simbólicos que antaño ocurrían cuando se derribaron estatuas. Por todas las regiones y territorios ocurrió un acto similar de desahogo social, el cual parecía marcar en el paisaje urbano la apertura histórica que estaba protagonizando el pueblo. No obstante, el monolito de la plaza al centro de la revuelta, el Baquedano, se mantuvo incólume a lo largo de esta. Un año de pandemia después, la explosión social ha sido reducida, pero aún al borde del estallido, en constante tensión; con un proceso constituyente en ciernes y un régimen de control apoyado en los aparatos represivos, la realpolitik enuncia ciegamente sus debates en torno a la estatua y su pedestal.
Baquedano, como figura o símbolo, sirve para caracterizar la naturaleza del Estado al cual nos enfrentamos, siendo un protagonista crucial en la expansión imperialista de Chile sobre los territorios conquistados a Perú y Bolivia, así como el proceso de acumulación por desposesión que eufemísticamente los apologistas llaman la “Pacificación de la Araucanía”. Pero claramente, la importancia del general para la sociedad chilena actual radica, principalmente, en su emplazamiento en la plaza central donde se disputa la política real hoy. Habiéndose dotado, para bien o para mal, de un sentido de centro de la revuelta, la Plaza de la Dignidad ha emergido como el eje de la lucha por un nuevo Chile, y en este marco, la estatua de Baquedano se configura como el par dialéctico del pueblo, el símbolo muerto de un poder que se quiere destronar. Más allá de la propia biografía del general, su posición patricia ante los plebeyos caracteriza de manera poética la naturaleza de la lucha por la dignidad.
Mientras algunos lamentan el desplazamiento del simbolismo militar decimonónico, y otros dan cátedra sobre las repulsivas acciones de un protagonista del imperialismo chileno, lo concreto es que en el presente, más allá del simbolismo, la disputa por la plaza demuestra materialmente la decadencia de un sistema que lucha por permanecer en el cambio, es decir, de mantener su esencia oligárquica a través de la modificación de la superestructura legal: tiene sus esperanzas puestas en el proceso constituyente.
La disputa en la plaza no es por el legado de Baquedano, sino sobre quien detenta el poder constituyente en Chile, quien decide sobre el territorio y da nombres de los lugares: o la soberanía popular o la institucionalidad con muros y plebiscitos.
Entendido así, ¿Qué monos pinta Piñera? Esto porque, no nos engañemos, a Piñera nada le importa la figura del regio general. Como buen representante del capital, para Piñera no hay nada sagrado, no hay nada fuera del régimen de equivalencias e intercambios mercantiles, por lo que el retiro de la estatua poco tiene que ver con su significación histórica, si acaso eso le interesa al desdichado presidente. Si el retiro de la estatua puede ser una derrota para un conservadurismo que se niega a morir, para Piñera es una jugada, una estratégica intervención del espacio de disputa.
Así lo vemos en el muro que hoy se encuentra en la plaza, una barrera que defiende un pedestal vacío, una estructura de pura significación muerta que se mantiene en pie por puro peso del poder estatal. La derrota simbólica de Piñera en la plaza ya se dio hace mucho tiempo, el retiro de la estatua es sólo la consumación de lo logrado por el pueblo en el estallido, una manifestación del reajuste en el campo del poder simbólico disputado entre el sistema político republicano y el pueblo que se resiste a su dominación. En estricto rigor, el Baquedano ya había sido destronado hace rato, Piñera simplemente hizo manifiesto el vaciamiento de poder simbólico estatal de la plaza, mutándolo por un poder más material.
Si la plaza era un campo de disputa, hoy con el amurallamiento de esta, el gobierno se la ha tomado, ha conquistado finalmente ese territorio que se le escapaba, y ha erigido el símbolo del control que caracteriza el orden tardocapitalista, un muro.
La tumba del soldado anónimo es el único significante de gobernanza en la plaza aún en pie, pero nadie se engaña, esa tumba está hueca en más de un sentido. No sólo no hay cuerpo, sino que tampoco representa el sentir de un pueblo que ha padecido el fuego de las glorias del ejército en sus entrañas. NO, el poder simbólico del Estado es asignificante, en tanto no viene a justificarse de manera discursiva, simplemente obstruye el poder popular de manera material y concreta. Si la plaza era un campo de disputa, hoy con el amurallamiento de esta, el gobierno se la ha tomado, ha conquistado finalmente ese territorio que se le escapaba, y ha erigido el símbolo del control que caracteriza el orden tardocapitalista, un muro.
La disputa en la plaza no es por el legado de Baquedano, sino sobre quien detenta el poder constituyente en Chile, quien decide sobre el territorio y da nombres de los lugares: o la soberanía popular o la institucionalidad con muros y plebiscitos. Como han apuntado historiadores como Rafael Sagredo, el Baquedano fue impuesto por Ibáñez durante una dictadura, el mismo periodo que vio nacer a los pacos y que terminó de introducir al Estado chileno en el siglo XX. Casi un siglo después vemos como los cimientos establecidos por esa dictadura se caen a pedazos.
“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (Karl Marx, 1852).