La Constitución del 80’, dicen los autores, ha sido interpretada por una elite que ha establecido técnicamente los límites de lo posible. El Tribunal Constitucional, la dirigencia empresarial y diversos abogados expertos, contuvieron protestas y reclamos ciudadanos, estableciendo lo que debía ser descartado por “inconstitucional”. Hoy, creen los autores, lo que está siendo desafiado es ese “poder de la interpretación”. De alguna manera, tras el 18/O, se rompió el hechizo y los ciudadanos comenzaron a hacer sus propias lecturas de lo constitucional.
III. USO DE ILATIVOS
En los ejercicios 37 a 54, complete el sentido del enunciado, intercalando los elementos sintácticos que corresponda. Elija la opción que los contenga.
______________ las mil reformas que le han hecho, la Constitución de 1980 es una mierda.
A) Con
B) Debido a
C) A pesar de
D) Gracias a
E) No obstante
Alejandro Zambra, Facsímil
EL DOMINIO SOBRE LA INTERPRETACIÓN
Desde hace algunas semanas el debate sobre el posnatal de emergencia, el retiro del 10% de las AFP[1], y otras iniciativas legales actualmente en discusión en el Congreso chileno, han traído de regreso la importancia de la discusión constitucional en nuestra sociedad. Uno de los efectos más elocuentes de esta conversación es la evidente “ansiedad” y “temor” que produce en distintos sectores políticos, académicos y expertos el cuestionamiento de los límites y contradicciones de nuestro orden socio-jurídico. Discutir democráticamente estos límites es incluso interpretado como un acto de profanación[2]. La ansiedad y el temor son estados de ánimo que, como pocos, revelan el lugar desde donde piensan, hablan y escriben nuestras élites: desde la incertidumbre de vivir en un mundo que se les ha vuelto crecientemente extraño, y el miedo que expresan a grupos que amenazan la coherencia de su identidad, la legitimidad de sus creencias y la certidumbre de sus formas de vida (jóvenes, migrantes, pobres, mujeres, disidencias sexuales, pueblos originarios y hasta superhéroes populares).
A raíz del debate sobre el estatus constitucional de algunos proyectos de ley, las reacciones han sido variadas. Hay quienes sostienen que el país se ha comenzado a acostumbrar a caminar “al margen de la ley”[3]. Desde esta perspectiva, estaríamos bordeando un escenario distópico en el que “cada juez o parlamentario parece un pequeño e irreflexivo Salomón haciendo justicia desde el corazón”[4]. Otros instan al poder Ejecutivo para que deje la inercia, reestablezca el orden de la ley y haga uso de sus facultades para poner coto a las intromisiones políticas del Congreso en las arenas sagradas de lo constitucional. De no actuar oportunamente, nos advierten, transitaremos hacia un sistema político ingobernable en el que la nitidez de “los poderes y atribuciones del Ejecutivo y del Legislativo” se diluye en los antojos populistas del momento[5]. El estado de alarma ha impregnado incluso los infranqueables muros del Tribunal Constitucional. Rememorando el ideal de la inmutabilidad de las normas constitucionales, la presidenta del Tribunal, María Luisa Brahm, ha emplazado públicamente a todos los actores a evitar el barbarismo que se avecina: o respetamos “integralmente” la Constitución de 1980, o nos encaminamos hacia un futuro sombrío[6].
Lo que estas y muchas otras apasionadas reacciones comparten es el temor a la subversión de lo “constitucional”, es decir, el temor a que se ponga en cuestión el principio organizador del orden socio-jurídico y se “contamine” con los conflictos de la política ordinaria y la democracia. Estas reacciones, sin embargo, no son azarosas ni mucho menos sucesos puntuales. El denominador común: responden a una lógica de contención de demandas de justicia social y domesticación de los márgenes de la discusión normativa en nuestra sociedad.
Uno de los aprendizajes más notables del ciclo de movilización social iniciado en 2006 con la Revolución Pingüina, y continuado por el movimiento estudiantil por la gratuidad (2011), por el movimiento No + AFP (2016), el Mayo feminista (2018) y el “estallido social” (2019), es el reconocimiento de la manera en que opera esta lógica: primero, las demandas son recibidas como metas moralmente deseables, luego son políticamente enmarcadas como poco realistas y, finalmente, son jurídicamente descartadas como “inconstitucionales”. La resistencia organizada que las elites económicas y políticas han montado en los últimos años para hacer frente a diversas demandas igualitarias y de transformación social democrática demuestra que la resiliencia del orden neoliberal en nuestro país descansa, en buena parte, en las diversas formas en que la distinción entre lo “constitucional” y lo “inconstitucional” se define, interpreta y moviliza a través de prácticas, regulaciones e imaginarios que gobiernan la vida cotidiana de la población.
En las democracias modernas la distinción constitucional/inconstitucional no es un tópico que atraiga demasiada atención en la conversación cotidiana de las personas. Sin embargo, ocupa un lugar central porque produce un espacio de representación simbólica, ordenamiento institucional y protección jurídica para principios, derechos e instituciones que una sociedad (o una parte de ella) valora como esenciales para el desarrollo de la vida colectiva y el ejercicio del poder. A diferencia de estipulaciones legales de menor jerarquía y aplicación jurídica ordinaria, las disposiciones con rango constitucional carecen de un significado unívoco y autoexplicativo; para que adquieran sentido y eficacia requieren ser interpretadas y reinterpretadas (Böckenforde, 1993).
Lo que la Constitución de 1980 logró hacer de manera más o menos exitosa es dar vitalidad a una sensibilidad y práctica jurídica que sistemáticamente extirpa desde el debate político democrático la discusión sobre el significado mismo de lo constitucional, transformándolo en un lenguaje oculto propio de hechiceros y expertos.
Por lo mismo, la discusión sobre lo constitucional no debería llevarnos a reafirmar el poder de una norma superior a cuya verdad esencial debemos adherir irreflexivamente. La clave de lo constitucional, aunque parezca difícil apreciarlo, está precisamente en abrir un campo de posibilidades para lidiar democráticamente con la incompletitud de las instituciones, la falibilidad de las normas y la indeterminación del futuro. Lejos de ser un lugar puro y sagrado, lo constitucional se encuentra irremediablemente abierto a ser leído, traducido, disputado y transformado, pero también a ser ocupado por agentes que, en virtud de su poder social, buscan permanentemente fijar su sentido objetivo, volverlo un valor universal y resguardar los bordes textuales que dividen lo que queda adentro y lo que queda afuera (Loughlin 2018)[7].
La magia de lo constitucional reside precisamente en disimular la impureza del orden y en producir la creencia en que la positividad del derecho se asienta sobre un sentido original y fundamentos sólidos. La historia de la Constitución de 1980 es un caso paradigmático de la fuerza productiva de esta magia puesta al servicio de un proyecto político-mesiánico de cambio de la sociedad (Cordero 2019). La clave de su durabilidad en el tiempo (más allá de las innumerables reformas y reinvenciones que ha experimentado) está en haber consolidado la ficción de que la Constitución encarna un código maestro, el cual es sólo posible de ser leído dentro de un marco ideológicamente restringido de posibilidades de interpretación. No se trata entonces de una Constitución que sólo establece una estructura formal de normas, garantías e instituciones para el buen gobierno, sino que instala en el seno del orden social una concepción oligárquica del derecho que administra la distinción constitucional/inconstitucional conforme a un principio cuya autoridad se hace en la práctica incontestable: a saber, la idea de que el orden de la propiedad es el lenguaje natural de la vida política.
Este dominio sobre la interpretación –la decisión de cautelar y reproducir la fantasía de su pureza para impedir que lo constitucional se contamine con todo aquello que es construido como su Otro– resulta afín a una lógica “post-democrática” (y no simplemente autoritaria) de gobernar los asuntos públicos (Rancière 1996). Es decir, una lógica que no anula la operación de las formas institucionales de la democracia, sino que las emplea para hacerse inmune a la voluntad popular por medio de efectuar la conversión de lo constitucional en una suerte de “filosofía primera”. En efecto, lo que la Constitución de 1980 logró hacer de manera más o menos exitosa (al menos hasta ahora) es dar vitalidad a una sensibilidad y práctica jurídica que sistemáticamente extirpa desde el debate político democrático la discusión sobre el significado mismo de lo constitucional, transformándolo en un lenguaje oculto propio de hechiceros y expertos. No es casualidad entonces que en Chile lo constitucional se haya transformado en sinónimo de “obstáculo para el cambio social” (Novoa Monreal 1975).
La retórica vociferante de estos días que denuncia lo “inconstitucional”, evocando la figura teológica del pecado, nos recuerda la persistencia de esta ficción legitimadora. Pero también revela una de sus expresiones más nocivas: la búsqueda de aplacar por medios jurídicos la “imaginación normativa” de nuestra democracia y, con ello, la incertidumbre que genera el acto de preguntar acerca de los valores que deberían orientar la vida social y juzgar sus posibilidades de realización institucional[8]. Los movimientos sociales de los últimos años han sido muy importantes para reimpulsar la discusión pública sobre este importante problema.
TODO HECHIZO TIENE UNA HISTORIA, O CÓMO LA LIBERTAD ECONÓMICA SE HIZO LEY
Uno de los aspectos más interesantes acerca de los hechizos no es que congelen la realidad en un punto o que la distorsionen en otro, sino la manera en que la hacen funcionar por medio de actos reiterados que se inscriben en el tiempo, en los textos, en los espacios y en los cuerpos. Todo hechizo tiene una historia. Y, por cierto, el hechizo constitucional –que hace que algunas cosas se vuelvan constitucionales y sean representadas como tales, mientras que otras no– no escapa a esta regla.
Un episodio reciente sirve para ilustrar el punto. Hace aproximadamente dos años, el Tribunal Constitucional realizó el control preventivo de constitucionalidad de la Ley Nº 21.091 que prohibía que instituciones de educación superior tuvieran como controladores entidades con fines de lucro. El proyecto había sido aprobado por el Parlamento el 2017, luego de años de discusiones motivadas por la revuelta estudiantil del 2011. Por lo mismo, junto a la política de gratuidad, esta ley representaba un paso muy importante en el lento proceso de desmercantilización del sistema educacional chileno. Sin embargo, luego de la feroz presión ejercida por diversos grupos de derecha y representantes de universidades privadas, el Tribunal declaró “inconstitucional”, entre varios otros, el artículo 63 de la ley debido a que introducía una limitación que violaba los principios de “libertad de educación” y “libertad económica” consagrados en el texto constitucional[9]. En defensa del rigor jurisprudencial del polémico fallo, el Presidente del Tribunal, Iván Aróstica, se limitó a sostener que “no basta que una ley sea democrática para que sea constitucional”[10].
Lo interesante del episodio no es tanto la demostración de que el Tribunal Constitucional se comporta en los hechos como una Tercera Cámara con extraordinario poder de veto. Lo revelador a nuestro juicio es que encarna la persistencia de una comprensión naturalizada de lo constitucional marcada por dos fuerzas que se potencian mutuamente.
El concepto de libertad de empresa es una pieza angular del orden constitucional propietarista que nos gobierna. Constituye un credo cuya fuerza no depende solamente de la infraestructura de normas jurídicas que lo protegen, sino que también de su diseminación como un valor cultural y moralmente superior al cual se apela con regularidad para desacreditar demandas de justicia redistributiva.
Por un lado, una fuerte desconfianza (que a veces transmuta en abierta hostilidad) hacia la idea de que la democracia sea fundamento normativo de lo constitucional. Ello deriva en una lógica jurídico-política que invierte los términos: entiende a la Constitución como mecanismo para “proteger” a la democracia de demasiada democracia. Por otro, la convicción de que los principios económicos son la fuerza generativa y sostén último de los derechos e instituciones constitucionales. Esto deriva en una lógica jurídico-económica que codifica los límites del “estado de derecho” (o gobierno mediante leyes) en términos de un “estado económico de derecho” (o gobierno mediante las leyes naturales de la propiedad y el mercado). En esta configuración de fuerzas, la disciplina, certidumbre y libertad de lo económico se instala como frontera que domestica la indisciplina, incertidumbre y autonomía de la democracia.
La historia de cómo estas dos fuerzas se entrecruzan y viajan es más larga e intricada de lo que podemos abordar[11]. Aquí nos interesa trazar brevemente una parte de esa historia a la que se le ha puesto muy poca atención, probablemente porque se entreteje desde la periferia del derecho y excede el catálogo de figuras canónicas por medio de las cuales usualmente se identifica, lee y critica la historia constitucional reciente de nuestro país (Jaime Guzmán y los Chicago Boys). Nos referimos al activo rol que gremios y organizaciones empresariales desempeñaron a partir de la década de 1940 en la formación y difusión de nuevos principios constitucionales, especialmente, el ideario de la “libertad de empresa”.
La conversión de principios económicos en principios legales cuasi-trascendentes es la ficción jurídica fundante de nuestro orden constitucional.
El concepto de libertad de empresa es una pieza angular del orden constitucional propietarista que nos gobierna. Constituye un credo cuya fuerza no depende solamente de la infraestructura de normas jurídicas que lo protegen, sino que también de su diseminación como un valor cultural y moralmente superior al cual se apela con regularidad para desacreditar demandas de justicia redistributiva.
Un actor importante en esta constelación histórica entre el mundo del derecho y las ideas económicas es Pedro Ibáñez Ojeda. Empresario agroexportador, ex Senador del Partido Nacional y fundador de la Escuela de Negocios de Valparaíso (actualmente, Universidad Adolfo Ibáñez), Ibáñez fue también un activo miembro de la Sociedad Mont Pèlerin (el colectivo neoliberal creado por Hayek) y destacado líder de organizaciones empresariales de Chile y América Latina. Desde esta plataforma de vínculos transnacionales, Ibáñez desarrolló un intenso trabajo intelectual y político con miras a resituar el rol de la propiedad privada y los valores empresariales en la sociedad. En efecto, sus esfuerzos se concentraron en generar las condiciones para dar forma a una nueva clase de empresarios capaces de conducir el desarrollo del país, y avanzar en el desarrollo de una “nueva teoría constitucional” y de “generación del poder público” que limitara los excesos de la democracia representativa[12].
Resulta imposible un cambio constitucional genuinamente democrático sin que al mismo tiempo nos autoricemos a imaginar y ensanchar la democracia más allá de las formas constitucionales.
Funcional a estos propósitos fue la organización de las visitas a Chile de Friedrich Hayek y James Buchanan a fines de los 70s e inicios de los 80s, precisamente en momentos en que se llevaba a cabo el proceso de redacción de la nueva Constitución[13]. Pero quizás más importante fue el trabajo realizado por Ibáñez a la cabeza del Consejo Interamericano de Comercio y Producción (CICYP). Fundada en 1941, esta organización reunía virtualmente a casi la totalidad de los representantes de las empresas de mayor importancia en el continente americano. Bajo la presidencia de Ibáñez (1961-1964), el CICYP intensificó y diversificó sus actividades de defensa de la libre empresa, logrando movilizar a los grupos económicos más importantes de Chile y el continente. En una de sus reuniones plenarias realizada en 1961, en la ciudad de Montevideo, el CICYP promulgó lo que podría denominarse la primera carta fundamental de la empresa privada: la Carta de Montevideo. En este documento, el organismo sentaba las bases de los derechos, deberes y función social de la empresa privada, a la vez que instituía nuevos principios normativos que servirían para la difusión y defensa del ideario empresarial en la región. Tres son los ejes fundamentales: la empresa como unidad constitucional promotora de prosperidad y bienestar, el aseguramiento jurídico de su autonomía en los países donde opera, y la educación de la población en materias económicas y productivas.
Los esfuerzos de instituciones como el CICYP y de actores como Pedro Ibáñez por dar forma constitucional a la empresa privada son antecedentes importantes para comprender el proceso que cristaliza en la consagración de la libertad de empresa en la Constitución de 1980. Lo que allí ocurre no es la simple revalorización de la iniciativa privada ante el avance de políticas redistributivas y formas democráticas de concebir la economía, sino que una rearticulación mucho más granular de las categorías económicas como si ellas mismas fueran normas jurídicas con autoridad constitucional. Esta visión se hace carne en el texto inaugural de la dictadura -la Declaración de Principios de septiembre de 1974 – a través del principio de subsidiariedad. Se reafirma en el Acta Constitucional Nº3 de 1976, y finalmente se codifica en el artículo 19, números 21, 23 y 24, del texto constitucional definitivo.
Dentro de este esquema, el concepto de libertad de empresa no se limita a proteger jurídicamente las actividades económicas privadas y las formas de coordinación social basadas en el mercado. También crea espacios de inviolabilidad constitucional que sirven como límites naturales a la acción de las instituciones democráticas (Ruiz-Tagle y Cristi 2014). Este esquema, vale la pena recordar, ha sobrevivido sin modificación alguna por más de cuatro décadas (Guerrero 2018). Aquí resulta necesario extender el lente de observación hacia el rol que la propia comunidad de juristas ha cumplido para que ello ocurra: a través de la enseñanza formalista del derecho en las universidades, la producción de textos (manuales y revistas) que sacralizan la Constitución y la interpretación constitucional, y la reproducción de una práctica y concepción del derecho alineada con una visión economizada de la sociedad.
LEER LA CONSTITUCIÓN PARA IMAGINAR OTRA DEMOCRACIA
La conversión de principios económicos en principios legales cuasi-trascendentes es la ficción jurídica fundante de nuestro orden constitucional. La sobrevida de esta ficción no se debe, a nuestro entender, a la solidez de los muros que la sostienen, sino que al esfuerzo sistemático por ocultar su fragilidad constitutiva. Los muros de lo constitucional no fueron levantados sobre la pureza del método jurídico, sino que en espacios sociales y momentos de disputa política que ponen a prueba diferentes justificaciones constitucionales sobre la vida social. Reconocer esa impureza originaria del derecho no debería ser causa de pánico.
Al recordar lo ocurrido a partir del “estallido social” de octubre de 2019, resulta evidente que el pánico expresado desde distintos sectores de la élite nacional no se refiere solamente a los efectos de la “violencia” y el debilitamiento del “orden público”. Lo ocurrido también revela el desconcierto que produce constatar que los muros de lo constitucional ya no son capaces de separar lo que hasta hace poco sí podían, y que el dominio sobre la interpretación ya no produce la magia de la dominación. La imagen más elocuente de este proceso no se encuentra en sus expresiones más visibles (marchas, barricadas, rayados en las calles y acciones de desobediencia ante la ley) sino que en un ejercicio más silencioso que muchas y muchos ciudadanos comenzaron a realizar por cuenta propia: leer la Constitución. En el Metro, el bus, el paradero, la plaza, los Cabildos, la sala de clases, las redes sociales. Personas leyendo sus copias “cuneta”, llevando el texto marcado con post-it, anotado con preguntas, subrayado con palabras importantes, marcado como un borrador en proceso.
Si el texto de la Constitución ha sido por décadas una suerte de cuerpo extraño en los estantes de la biblioteca de nuestra democracia, este ejercicio de lectura encarna el esfuerzo por repensar nuestra relación con lo constitucional. Un ejercicio marcado por la incomodidad con las palabras de un texto que invita a no ser leído. Un ejercicio que rehúye las reglas de la hermenéutica jurídica y desatiende los ecos de sus voces autorizadas. Un ejercicio que no revela verdades sino que produce señales. No se trata aquí de idealizar este “ejercicio de lectura”. Los ejercicios de lectura son siempre incompletos y están plagado de equívocos. Se trata más bien de reconocer allí la señal de que resulta imposible un cambio constitucional genuinamente democrático sin que al mismo tiempo nos autoricemos a imaginar y ensanchar la democracia más allá de las formas constitucionales.
Fuente: Ciper