Que uno de los «acuerdos» llegados el miércoles 2 de septiembre entre el Ejecutivo y una mínima, reaccionaria, misógina y matona fracción del gremio del transporte de carga para que depusieran su «paro de actividades» realizado en plena pandemia, haya sido «evitar que los choferes abran las ventanas de los camiones para pagar el peaje» (sistema free-flow), como lo señaló el ministro de Interior Víctor Pérez en La Moneda, sin duda, evidencia claramente que esta movilización por «problemas de seguridad, terrorismo rural y violencia en las carreteras» no fue otra cosa que una estrategia del gobierno para chantajear al Congreso con el fin de que apruebe su agenda criminalizadora y de populismo penal contra el pueblo mapuche y la revuelta social emergida desde el 18 de octubre. Esto a partir de la tramitación de 13 proyectos de ley de carácter punitivistas y populistas instalados por la administración de Sebastián Piñera, entre los que destacan la Ley de modernización del sistema de inteligencia, Modificación al Código Penal para permitir la utilización de técnicas especiales relacionadas con las conductas terroristas, Normativa que regula el estado de alerta para prevenir daños a infraestructura crítica (principalmente empresas privadas), Estatuto de protección a Carabineros, PDI y Gendarmería, Modificación al Código Penal para aumentar las penas de usurpación de inmuebles y derechos reales, Ley de reparación total de las víctimas de delitos de violencia rural, entre otras.
Así quedó de manifiesto ese mismo día cuando la comisión de seguridad del Senado –en menos de 2 semanas de haber sido propuesta– despachara una de estas ideas legislativas: la denominada «ley Juan Barrios» (incluida en la agenda de 13 proyectos), la cual introduce al Código Penal sanciones que van hasta el presidio perpetuo respecto al delito de incendio, a pesar de que este ilícito -incluido la quema de camiones- ya está tipificado en el artículo 474 de este anacrónico cuerpo normativo de delitos y punición. Iniciativa que será discutida y tramitada formalmente en el parlamento gracias a los votos a favor de los senadores Felipe Kast (Evópoli) y Marcela Sabat (RN), la abstención de Francisco Huenchumilla (DC) y las ausencias de Felipe Harboe (PPD) y José Miguel Insulza (PS).
Plan legislativo enfocado en «combatir de mejor forma la delincuencia» –que también contiene la nueva Ley de Inteligencia que apunta a perseguir represivamente a grupos políticos opositores como en la dictadura de Pinochet bajo el resurgimiento legal del «enemigo interno”- y que el gobierno de Sebastián Piñera buscó acelerar apoyando política y logísticamente al paro de camioneros que generó el bloqueo de carreteras y problemas de desabastecimiento en varios lugares del país a través del escandaloso y obsceno resguardo de Carabineros. A lo que se sumó la no aplicación de la ley antibarricadas –ideada e impuesta por el mismo gobierno a comienzos de año tras el estallido social– ni menos la Ley de Seguridad Interior del Estado a los camioneros que cortaron rutas de manera prepotente y autoritaria durante una semana en el país. Situación que trajo como consecuencia la presentación en el Congreso de una incierta –e inoficiosa– acusación constitucional contra el ministro Víctor Pérez por parte de un segmento de la oposición parlamentaria.
Actuar político displicente que forma parte de un síntoma más de un desgobierno asentado en la transformación caótica de una sociedad que está dejando de creer en los principios de autoridad institucionales del siglo XIX en post de conseguir mayor autonomía a contar del colectivismo y mecanismos de democracia directa, lo que ha hecho –en esta etapa de transición– reducir la política a una lógica de administración de eventos individuales o conflictos sociales desde una perspectiva gatopardista (cambiar para que nada cambie). Así como ocurrió en el reciente paro de camioneros, en donde el gobierno solamente gestionó el conflicto pensando en dar sustento a una campaña de fidelización electoral orientada hacia segmentos sociales de pensamiento conservador y autoritario mediante el despliegue de una estrategia política centrada en establecer un control punitivista de la protesta social que simultáneamente siga favoreciendo la gobernabilidad y los intereses de la clase dominante. Operación política que en la práctica se tradujo en abordar a un gremio caracterizado por una influencia conservadora y autoritaria derivada de la cultura opresora inquilino-hacendal (y acostumbrado desde la Unidad Popular –con financiamiento de la CIA en 1972– a usar el recurso del paro con el fin de actuar como un factor de desestabilización fáctica de procesos de formación democrática), tal como se les ha tratado durante los últimos 50 años: entregándole prebendas y mejores beneficios económicos a los que ya han acumulado a través de la ejecución de medidas de presión en base a paros bajo la excusa de “la violencia y el terrorismo” (como el pago de un cuarto del valor comercial en combustible por el impuesto específico al diésel), entre los que se encuentran –tras esta nueva negociación con el Estado– la rebaja en el precio de los peajes a través de un aporte del Servicio de Cooperación Técnica (Sercotec) en acuerdo con las concesionarias de carreteras, subsidio para la reposición de camiones quemados, pago de lucro cesante, un diferencial de sueldo entre seguro de cesantía y del contrato de trabajo, además de un crédito especial entregado por el Banco Estado para comprar nuevos camiones, entre otras consideraciones monetarias. Un nuevo negocio redondo.