Da la sensación de que el caldillo se venía calentando desde hace rato. Y en una sociedad donde la protesta social como acto de rebelión no es siempre bien vista, lo que está pasando hoy en Estados Unidos es importante. Cuando converso con mis amigos acá, reconozco en sus impresiones y en sus tonos de voz esa misma emoción fluctuante, entre excitación y angustia, que percibía al hablar con mis amigos en Chile cuando reventó en octubre pasado el estallido social.

En mis cuatro años viviendo en Estados Unidos, nunca había visto nada como lo que ha sido esta eclosión de protestas contra el racismo y la violencia policial, en respuesta a la muerte del afroamericano George Floyd, el pasado 25 de mayo. Ok, yo sé que esto no es mucho decir, porque ¿qué son cuatro años? (aunque nadie puede negar que Donald Trump ha procurado hacerlos inolvidables para muchos). La historia moderna del racismo en este país es muchísimo más que media década. Pero eso no quita cuán épico es lo que está pasando, o la posibilidad de que me haya tocado la suerte de presenciar algo histórico.

Tengo amigos aquí que son, a su manera, como mis amigos en Chile; humanistas, artistas, activistas y “community organizers” que, desde diversos frentes, dedican su tiempo libre a crear instancias educativas, de reflexión y de acción en contra de un sistema que, entre sus varios males, usa el individualismo (“divide, luego conquista”) para asfixiar el levantamiento social. Son, de hecho, ellos, mis amigos, los que en las últimas semanas han dicho, con ojos llorosos, que nunca antes habían visto algo así. Ni en 2014, con las protestas en Ferguson convocadas por Black Lives Matter. Ni en 2016, con las movilizaciones en contra de la Dakota Access Pipeline en las cercanías de la reserva indígena Standing Rock. Ni en 2017, con la Marcha de las Mujeres en Washington D.C. ante los comentarios misóginos de Trump, la más multitudinaria desde la Guerra de Vietnam.

Da la sensación de que el caldillo se venía calentando desde hace rato. Y en una sociedad donde la protesta social como acto de rebelión –más allá de la mera demostración pacífica, o el “parade”– no es siempre bien vista, lo que está pasando hoy en Estados Unidos es importante. Cuando converso con mis amigos acá, reconozco en sus impresiones y en sus tonos de voz esa misma emoción fluctuante, entre excitación y angustia, que percibía al hablar con mis amigos en Chile cuando reventó en octubre pasado el estallido social. Por un lado, está esa felicidad catártica de ver las calles tomadas por la gente, y a la clase política y los mega empresarios mirando preocupados desde sus ventanales en lo alto; y está, por el otro, el miedo a que el ardor sea pasajero, a que el movimiento se diluya, a que las cosas vuelvan a ser como antes y como siempre. Esa misma urgencia se percibe en las conversaciones que uno escucha aquí, en la necesidad de organizarse con miras al largo plazo.

Hay dos indicios que hablan de la particularidad de lo que está pasando hoy en Estados Unidos. Primero, su masividad. Ya casi tres semanas de revueltas, marchas y saqueos que se han mantenido en todas las grandes ciudades, forzando a las líneas editoriales de medios a compartir las portadas que por meses había acaparado casi exclusivamente el Covid-19. Segundo, hay una sensación de sorpresa ante la violencia con que ha respondido la policía a estas protestas, muchas pacíficas: más de 10 mil personas han sido arrestadas. Existe un horror generalizado ante las imágenes en redes sociales de oficiales lanzando gas lacrimógeno en la cara de manifestantes arrodillados, golpeando a ancianos en sillas de ruedas, atropellando a la gente en sus vehículos blindados, dando choques eléctricos a personas sorprendidas en la calle a poco de comenzar el toque de queda. Es un poco raro, porque no es un secreto que la policía ha actuado históricamente con particular violencia en contra de las comunidades afroamericanas y latinas. Sin embargo, el despliegue de estos métodos en “público” –a la vista y presencia de ciudadanos blancos– ha causado conmoción. Es esta, a lo mejor, otra señal de la fuerza con que el racismo sigue permeando a la fecha esta sociedad: las cosas no son, hasta que los blancos deciden lo contrario.

Como chilena, no me fue fácil entender cómo el racismo opera en este país. Igual que con todas las cosas, hay códigos que son propios de la cultura y la historia de cada nación, y que son difíciles de interpretar, o hasta identificar, cuando se viene de afuera. No estoy diciendo que en Chile el racismo no exista. Por el contrario, como muchos, crecí oyendo los comentarios xenófobos de adultos a mi alrededor que ridiculizaban, por ejemplo, a los inmigrantes peruanos o bolivianos y al mundo mapuche. Pero vivir en un país que se construyó, casi desde un principio, sobre la premisa –por muy falsa que fuese, premisa al fin y al cabo– de que esta era una sociedad “de” y “para” inmigrantes, que aquí había lugar para cualquiera que viniera a “trabajar duro”, es otra cosa. La convivencia entre comunidades y razas diversas es algo que siempre ha existido, pese a los roces, y que contrasta con el Chile de mi infancia en que todos nos creíamos “blancos”, o que nadie admitía la posibilidad de tener sangre indígena, o peor aún, en que ni siquiera nos deteníamos a pensar a qué raza o color pertenecíamos. En sociedades injustas como la nuestra, fallar en identificar en qué nos diferenciamos (o que somos, en efecto, diferentes) es ignorar la desigualdad que deviene de los distintos privilegios de los que gozamos.

En este contexto, y porque creo que lo que está pasando puede tener implicancias para la revuelta social en todo el mundo, armé este listado con 9 claves para entender el trasfondo de este movimiento social que se está dando aquí hoy.

  1. ¿Qué es el “racismo sistémico” (“systemic racism”) del que se está hablando? 

El racismo no sólo se manifiesta en la interacción uno a uno. No es sólo gritarle ofensas a alguien por el color de su piel, o creer que, porque pertenece a determinada cultura, va a ser “más cochino” o “menos trabajador”. El racismo penetra las sociedades a niveles mucho más macro y profundos, generando mecanismos concretos que aseguran su persistencia en el tiempo. El “racismo sistémico” se traduce en políticas y prácticas aplicadas a nivel institucional, y que resultan en la exclusión de ciertos grupos. En Estados Unidos se puede rastrear la institucionalización del racismo hasta los tiempos en que tener esclavos era una práctica legal y común. Aunque fue abolida en 1864, la segregación persistió a través de las leyes “Jim Crow” que buscaban desfavorecer a los afroamericanos y limitar su acceso a los recursos, y proteger así a la población blanca. Estas leyes, vigentes hasta mediados de la década de 1960, decretaron su segregación en, por ejemplo, las escuelas y el transporte, restaurantes, baños y espacios públicos, y el Ejército. Mientras los hijos de sus pares blancos podían ir a los mejores colegios (donde, además, se enseñaba una Historia donde predominaba la mirada “blanca”) y luego a la universidad, para después postular a buenos trabajos y acceder a préstamos hipotecarios para pagar sus casas, las familias afroamericanas se fueron quedando atrás, amarradas por mecanismos legales que, a la fecha, siguen teniendo consecuencias en su descendencia y perpetuando los ciclos de pobreza. Es algo así como lo que se entiende en Chile cuando hablamos de cómo dos niños provenientes de estratos socioeconómicos opuestos empiezan a “escalar” desde peldaños diferentes, debido a las diferencias en el capital cultural que ostentan, las redes familiares, el acceso a colegios, etc.

  1. ¿Qué es #BlackLivesMatter, y cuál es su lucha? 

En el contexto de las protestas de 2020, Black Lives Matter se han instalado como liderazgo natural y coordinador no sólo de las movilizaciones, sino también de la formulación de medidas concretas para combatir el racismo. Es un movimiento político y social, fundado en 2013 en Estados Unidos por líderes de comunidades afroamericanas en riesgo, como reacción a la absolución de cargos judiciales del “vigilante nocturno” George Zimmerman por el asesinato del afroamericano Trayvon Martin. En 2014 el movimiento empezó a agarrar fuerza, tras participar en las protestas en Ferguson, Missiuri, en respuesta al asesinato de otros dos afroamericanos, esta vez a manos de la policía: Michael Brown y Eric Garner. La misión de BLM trasciende la lucha contra la brutalidad policial, y tiene un enfoque antiracista que es internacionalista y multidimensional. Su objetivo es “erradicar la supremacía blanca y construir poder local para intervenir en la violencia infligida en las comunidades negras por parte del estado y vigilantes”. Además, han puesto especial énfasis en incluir a todos aquellos afroamericanos excluidos históricamente de los movimientos de liberación negros, como la comunidad trans y queer, discapacitados, indocumentados, personas con antecedentes criminales, y mujeres.

  1. ¿Qué es un “white ally” y qué se está esperando de ellos hoy?

Un “white ally”, o “aliado blanco”, es una persona blanca que se define como aliado en la lucha por la reivindicación de los derechos y libertades de comunidades oprimidas, en este caso afroamericanas. Ser “aliado blanco” es un proceso permanente de autocuestionamiento en que se asume el privilegio propio (por ejemplo, una joven blanca sosteniendo un cartel que diga “Kill Cops!” estará en menor riesgo de ser golpeada por la policía que si un manifestante negro hiciera lo mismo), y se pone a disposición de otros que no lo ostentan. En el contexto actual, se ha llamado con fuerza a los “aliados blancos” a no ocupar roles protagónicos en las movilizaciones, dejando estos espacios libres para que sean las voces negras las que hablen de sus experiencias. Además, se les está pidiendo proteger a los manifestantes afroamericanos durante las marchas, ubicándose en la periferia de los grupos o columnas, haciendo de “muro separador” entre policías y sus pares de color. En las redes sociales, se les está exigiendo combatir el “white silence”, o “silencio blanco”; así se llama cuando una persona blanca responde pasivamente, o hasta omite comentarios, al presenciar abusos a personas de color; de ahí la frase “white silence is compliance”.

  1. ¿Por qué se critica la frase #AllLivesMatter?

Ya desde que nace Black Lives Matter en 2013, empezaron a salir al paso los que respondían al famoso hashtag con la frase “All lives matter”. En el contexto actual, el eslogan ha vuelto a meter ruido. Aunque para algunos es, de lleno, una forma de confrontar al movimiento, hay quienes lo usan en un intento más conciliador, que defiende la idea de que todas las vidas valen lo mismo, todos somos importantes en esta sociedad. Pero hay un problema, y es que esta frase desconoce que, en el mundo real, no todos tienen sus derechos y libertades igualmente garantizados, y que hay comunidades que sufren, por ejemplo, acoso policial más que otras. En ese sentido, responder a “black lives matter” con “all lives matter” significa ignorar que el racismo existe, y que afecta a unos más que a otros. En una sociedad que es desigual e injusta, y en donde no todas las personas “valen” lo mismo (nos guste o no), las luchas sociales deben atender y reivindicar, primero, a los grupos más vulnerables.

  1. ¿Qué significa la demanda de “desfinanciar a la Policía” (#DefundThePolice)? ¿Es acaso posible? 

Parece sacada de una novela post apocalíptica utópica, pero ha empezado a tomar más y más fuerza, convirtiéndose en un lema de las marchas, mientras organizaciones han comenzado a elaborar propuestas concretas para llevarla a cabo. ¿Pero cómo funcionaría algo así? En Estados Unidos, la Policía recibe gran parte de sus fondos vía asignaciones que hacen los municipios y sus concejales. Una opción sería reasignar estos recursos a otras áreas, como educación y salud pública, para mejorar la vida de las comunidades más expuestas y, así, combatir los índices de delincuencia. En la mayoría de las ciudades de este país, los llamados telefónicos al “911” son contestados por la Policía; esto deriva en que los oficiales tengan que atender a un sinfín de situaciones como, por ejemplo, a alguien en medio de una crisis psicótica. Algo que se está proponiendo es crear agencias especiales, y derivar llamados de este tipo directamente a trabajadores sociales o especialistas de la salud mental. No es que haya una receta común a seguir; el llamado es que cada ciudad evalúe y determine la fórmula que mejor aplique a su realidad. En Minneapolis, donde murió George Floyd el mes pasado, se aprobó por mayoría en el concejo municipal una iniciativa para desmantelar el Departamento de Policía local y crear un nuevo sistema de seguridad pública. Los concejales detrás de esta idea están trabajando en propuestas sobre cómo se vería este nuevo sistema.

  1. ¿Por qué la muerte de George Floyd marcó un punto de quiebre? 

George Floyd fue un afroamericano que murió durante un arresto el pasado 25 de mayo, en la ciudad de Minneapolis. Detenido por supuestamente intentar usar un billete falso para comprar cigarros, los policías lo esposaron y obligaron a acostarse boca abajo en plena calle. Por más de ocho minutos, dos oficiales se arrodillaron sobre su espalda, y un tercero, Derek Chauvin, lo hizo sobre su cuello. La detención fue grabada por uno de los transeúntes. En el video se puede a ver a Floyd, con su 1,93 mt. de alto y sus 101 kg, tirado en el piso suplicando “¡No puedo respirar!”. Antes de dejar de moverse, Floyd llama a su mamá. Hay que tener la sangre muy fría para que no se te paren los pelos. Está de más decir que éste no es el primer caso conocido en que un afroamericano muere en circunstancias cuestionables, en medio de un procedimiento policial. Tan sólo en marzo pasado, Brianna Taylor murió por un disparo en su propio hogar, durante un allanamiento policial. Cada tanto tiempo, un nuevo caso sale a la luz y desata, por unos días, revueltas y saqueos, pero luego todo vuelve a la normalidad. Esta vez, sin embargo, van tres semanas de protestas, acompañadas de proyectos para modificar legislaciones, marcas haciendo declaraciones, y millones de dólares en donaciones que han ido a parar a organizaciones que conforman el movimiento. ¿Por qué la muerte de Floyd fue diferente? Es difícil saberlo, pero hay algunas teorías. Primero, todos nos hemos topado con el video de su muerte en Internet. Ni siquiera hemos tenido que salir a buscarlo; está ahí, en Instagram, Facebook, Twitter, replicado en cada portada online de diarios y canales. Desde la comodidad de nuestro hogar en cuarentena, todos hemos sido testigos de los últimos respiros, entre súplicas y quejidos, de un hombre. Hay algo en esa experiencia compartida. Un hilo invisible, que nos unifica. Corinna Barrett, académica de la Universidad de Richmond, lo describe como el “quiebre” de nuestros “mecanismos de desconexión moral”; es decir, de las distintas estrategias cognitivas que usamos para distanciarnos emocionalmente de los horribles eventos de injusticia y brutalidad que presenciamos todos los días y que, de no existir, no nos dejarían ni salir de la cama en las mañanas. Algo en la muerte de Floyd (tal vez la indiferencia en el rostro de Chauvin, quien luce hasta aburrido, con una mano en el bolsillo, durante el procedimiento) hizo que ya los estadounidenses no pudieran bloquear más su respuesta. Es posible que el virus Covid-19, que desde marzo tiene a los habitantes de este país encerrados en sus casas, con un desempleo del 16% y más de 116 mil muertes, haya tenido algo que ver también. La sensación de desesperación y abandono por parte de un sistema que por siglos prometió ser la gallina de los huevos de oro, por un lado, y por el otro, el dolor de perder a familiares y amigos a manos de un enemigo invisible, los ha obligado a empatizar. Además, el desempleo o el recorte en las horas de trabajo ha dejado a muchos con un nuevo “tiempo libre” que, por primera vez, les ha permitido organizarse y salir a protestar.

  1. ¿Cuál es la relación histórica entre la Policía de Estados Unidos y el sistema carcelario con las comunidades afroamericanas? 

En la mayoría de las sociedades, la Policía aparece como un ente represivo y de contención que opera en el marco de las violaciones a la ley y el orden público, pero también cuando los intereses de la clase dominante se ven, de alguna manera, afectados. Por eso es ésta la que reprime las marchas y protestas; como institución, está concebida para servir y proteger al estado que, a su vez, es operado por una élite. Por brutal que parezca, ésta es una realidad a la que estamos acostumbrados, y que rara vez cuestionamos; así son las cosas, y como individuos, tratamos de hacer lo que podemos con lo que hay. Pero en el caso de Estados Unidos, este vínculo entre la historia institucional de la Policía y la represión de un grupo en favor de los intereses de los más poderosos es particularmente claro: en varias ciudades, sobre todo del sur, los departamentos policiales derivaron de la evolución de grupos de vigilantes que patrullaban a los esclavos y se aseguraban de que no escaparan de sus dueños, y de que fueran castigados en caso de hacerlo. Es esa la base sobre la que se funda la relación entre la institución policial de nuestros tiempos y la comunidad afroamericana. Los números hablan claro: según un estudio hecho en California, los conductores negros son mucho más propensos a ser detenidos por la Policía, ser apuntados con un arma, y ser esposados y registrados. Como consecuencia, y aunque los afroamericanos constituyen el 13% demográfico, en las cárceles suman el 40% de población recluida (mientras los blancos, que son el 66% de la población del país, alcanzan el 39%). Alguien podría argumentar que esto es lógico, entendiendo que las comunidades afroamericanas están más expuestas al narcotráfico y la delincuencia, pero los números apuntan a un problema diferente: el color de la piel sí afecta la decisión de los jueces a la hora de dictar condenas. Cuando un afroamericano es condenado por la justicia, hay un 20% más de probabilidad de que sea enviado a la cárcel que sus pares blancos. Además, su sentencia podría ser un 20% más larga que la de personas blancas condenados por el mismo crimen. Hay un documental llamado en “13th” (en Netflix) que aborda la intersección entre racismo y cómo opera el sistema judicial, y el funcionamiento de la industria carcelaria como un monstruo que necesita alimentarse de un flujo constante de reclusos que, a final de cuentas, tienen que venir de algún lugar… Y qué más fácil que recurrir a las comunidades más vulnerables, y con menor acceso a la justicia, para alimentarlo.

  1. ¿Qué rol están jugando las marcas y el marketing en torno al movimiento social? 

Frente a la masividad con que los estadounidenses han adherido a las protestas y definido su postura frente al movimiento social, las marcas han tenido que salir también a hacer statements. Nike sacó una publicidad con frases como “Don’t pretend there’s no racism in America” bajo el hashtag #UntilWeAllWin, y Google Maps incorporó a sus planos de la ciudad de Washington D.C. la Black Lives Matter Plazza, un área de esa ciudad en cuyas calles el alcalde mandó a pintar en letras amarilla la frase del movimiento en señal de apoyo a las protestas. Empresas como Paypal, Walmart, Verizon, Amazon, Facebook, Google, y gigantes de la industria discográfica local  -la que debe buena parte de sus ganancias a artistas afroamericanos -como Sony, Warner y Universal, han donado montos millonarios a organizaciones trabajando contra el racismo. Este explosivo aumento en el interés de las marcas por apoyar el movimiento tiene que ver con la contingencia, no hay que ser un loco de las conspiraciones para darse cuenta. En la sociedad más capitalista del mundo, donde sus miembros definen sus identidades en base al branding que consumen, es natural que las empresas se sientan llamadas a identificarse con sus consumidores. La pregunta es ¿qué pasará con ese apoyo cuando el fervor del movimiento decaiga? Hay, también, otro aspecto interesante: aunque minoritarios, los saqueos han sido parte de las jornadas de protestas. Hay quienes están preguntándose si estos no deberían ser entendidos como cuestionamientos al sistema neoliberal capitalista, que levanta y resguarda a los dueños del capital y desecha a quienes carecen de poder adquisitivo y, por ende, son irrelevantes para el libre mercado. Como el clasismo, el racismo busca perpetuar la desigualdad y la explotación de “unos” en favor del bienestar económico y social de “otros”. Esos “otros” son los que gobiernan el mercado, y los nombres y grupos detrás de las grandes marcas. Hay cierta ironía allí, ¿será que no están captando la indirecta?

  1. ¿Qué rol juegan las comunidades latinas e hispanas en todo este cuento?

Cuando llegué a vivir a California en 2016, algo que me impactó fue la separación y distancia entre las comunidades de gente de color, sobre todo de afroamericanos y latinos, y sus respectivas luchas. Viniendo de un país como Chile, no entendía por qué las causas sociales no unían fuerzas bajo un mismo paragua, tal como me parecía que sucedía allá en mis tierras cada vez que, por ejemplo, la gente salía a marchar -para qué decir tras el estallido social, cuando el más variado espectro de consignas convivió en las movilizaciones. Con el tiempo, me fui acostumbrando. Y entendiendo. Se trata de comunidades tan grandes, y a la vez en situaciones tan precarias, que cada una termina haciendo lo propio por sobrevivir, por alimentar a sus familias, por no llamar demasiado la atención. Y para no causarles problemas a los que, a fin de cuentas, toman las decisiones en este país: los blancos. También comprendí que la historia de cada uno de estos grupos es tan diferente, y a su vez tan dolorosa, que encontrar puntos en común puede parecer una simplificación. El sufrimiento te lleva a acercarte a los tuyos, pero también a aislarte del resto. Pasa con las comunidades asiáticas en este país. Acosados y estereotipados por años, después de la II Guerra Mundial y de la Guerra de Vietnam, existe entre las generaciones mayores la tendencia a marginarse de la discusión sobre el racismo. Y esto aplica a todas las culturas históricamente oprimidas: “Ya hemos sufrido suficiente por ser quienes somos, ¿para qué buscarnos más problemas peleando por otros?”. Pero eso está cambiando. Y el actual estallido social está acelerando ese cambio. Al igual que los “white allies”, las comunidades latinas están reconociendo su complicidad al mantener silencio ante los abusos a afroamericanos, así como el racismo implícito y “anti-blackness” al interior de sus círculos, actitudes que muchas veces devienen simplemente del afán por sentirse “lo más blancos posibles”. Es una conversación paralela que se está dando, y hay que ver cómo evolucionará, pero que está honrando la interseccionalidad, así como el internacionalismo, de todas estas luchas.

Fuente: El Desconcierto

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