Cuando Javiera Miranda se contagió de COVID-19 se contactó con la Seremi de Salud Metropolitana para poder alojarse junto a su madre en una residencia sanitaria, intentando evitar contagiar a sus abuelos. Envió correos electrónicos, llamó por teléfono innumerables veces y le prometieron ir a buscarla en menos de 48 horas. No llegaron. Su abuela terminó contagiada y murió a los pocos días. La autoridad sanitaria, tras enterarse de los hechos, aseguró que comenzará una investigación.

La rutina en la casa de los Uribe Quezada cambió drásticamente tras el inicio de la pandemia. Los cuatro integrantes de la familia -domiciliados en la comuna de San Ramón- se apegaron a un estricto régimen de confinamiento. Las razones para cuidarse eran varias: Rosanna Uribe, sostén económico de la familia había perdido su empleo en una automotora a fines del año pasado, luego del estallido social, y la posibilidad de que cualquiera en la casa se enfermera era una preocupación mayúscula, aunque no la mayor. Sus padres Juan Uribe e Irlanda Quezada de 76 años estaban dentro del grupo de riesgo por sus edades, escenario agravado por el historial clínico de Irlanda, diagnosticada con hipertensión y una enfermedad pulmonar obstructiva crónica. El virus, para ella, era practicamente una sentencia de muerte.

Eso lo sabía muy bien Javiera Miranda (20), hija de Rosanna y nieta regalona de Irlanda y Juan, quienes este año cumplieron 57 años de matrimonio. “Nosotros tomamos todas las medidas posibles, salíamos muy poco. Yo sólo salía una vez al mes para ir al supermercado y gastar la beca Junaeb y nada más”, dice al teléfono Javiera, estudiante de kinesiología de la universidad Finis Terrae, quien es beneficiaria de la gratuidad además de la beca de alimentación que le permite ocupar los poco más de $30 mil pesos en el supermercado.

Ese ingreso, más la pensión de sus abuelos, que bordeaba los $150 mil -dice-, le permitían a la familia hacer malabares para abastecerse y seguir pagando las cuentas de la casa. Buscar empleo en la pandemia no era una opción. “Mi mamá trató de buscar trabajo después de que la despidieron, pero no encontró nunca nada. Después de la pandemia dejó de buscar, porque eso significaba salir y todos sabíamos lo que iba a pasar si mi abuela se contagiaba”, agrega la joven.

Eso, lo que todos los integrantes de la familia Uribe Quezada temían que pasaría, terminó ocurriendo. Irlanda murió, pero no debió ser así.

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La alerta fue una tos leve. Podía ser un resfrío, los primeros días de junio estuvieron marcados por las bajas temperaturas y la casa de Javiera, su madre y sus abuelos, según cuentan ellos mismos, es muy helada. Aún así no había espacio para las dudas. Con una sintomatología leve y sin haber salido más que para abastecerse, Javiera decidió hacerse un PCR.

El martes 9 de junio se dirigió al Cesfam de La Granja (el más cercano a su casa). La respuesta tardaría días en llegar, pero ella, junto a su madre extremaron las medidas de aislamiento de inmediato. “Durante toda esta cuarentena tratamos de estar aisladas, pero con mis síntomas aumentamos las medidas. No salíamos ni a comprar, estábamos cada una en su pieza, encerradas. Cocinábamos todo separado. Mis abuelos bajaban y cuando terminaban de almorzar y se iban a su pieza, ahí recién bajábamos nosotras. Los últimos días no nos veíamos casi nada”, dice Javiera.

Javiera y su madre se enteraron del resultado de su PCR el sábado 13 de junio. A esa altura ella ya había perdido el olfato. “Como no me daban el resultado, me empecé a preocupar y finalmente terminé llamando a un número del Sapu para que me dijeran si es que había salido positivo o negativo”.

La muestra del hisopado nasofaríngeo a la que fue sometida corroboró lo que presumían,  que estaba contagiada con coronavirus, enfermedad que hasta el día de hoy ha matado a más de 10.000 chilenos, 124 de ellos vecinos suyos en San Ramón, según reporta el último informe epidemiológico.

El resultado angustió a Javiera y su madre, ambas conversaron y acordaron que debían alejarse de Irlanda y Juan. De lo contrario podría ser fatal para ellos.

Ese mismo día Javiera llamó a la Seremi de Salud Metropolitana para poder irse junto a su madre a una residencia sanitaria. Ese fue el primero de más de 30 llamados. Los contactos fueron muchos, pero la ayuda nunca llegó.

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El domingo 14 de junio, un día después del examen PCR positivo de Javiera, ella y su madre enviaron un correo a la Seremi para dejar documentada las solicitudes telefónicas, que dicen haber realizado  para que las separaran de sus familiares: “me hice el examen de Covid, que salió positivo, necesito gestionar una residencia sanitaria para mí y mi madre ya que vivimos con mis abuelos que tienen enfermedades de base, entre ellas, mi abuela tiene EPOC. Quedo atenta a su respuesta”, decía el correo.

“Cuando yo supe que estaba contagiada llamé altiro porque me quería ir. Después de eso me llamaron un montón de veces,  yo diría más de 10 veces para pedirme mis datos, para decirme que en 24 o 48 horas me pasarían a buscar, pero eso no pasaba.  En mi desesperación comencé a mandar correos porque si uno llama no siempre te contestan”, dice Javiera, quien asegura que con el pasar de los días le dijeron desde el gobierno que la pasarían a buscar a ella y a su madre en varias ocasiones. “Me lo dijeron por lo menos seis veces”, recalca.

El bolso con ropa, preparado especialmente para la ocasión, permaneció intacto. Nunca pasaron a buscarlas. Según da cuenta el registro de llamados de Rossana y Javiera, ambas realizaron cerca de 50 llamados a la Seremi. También enviaron, por lo menos, 5 correos electrónicos.

Fuente: El Desconcierto

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